La espía que me amó.
Hay una cosa bastante simpática en este thriller político que Doug Liman dirige con más buena voluntad que destreza: las escenas domésticas que protagonizan sus dos personajes principales, el matrimonio compuesto por Naomi Watts y Sean Penn. En los primeros planos que la película nos entrega hay un nervio propio de las historias que transcurren en las altas esferas del poder. Uno no entiende mucho qué pasa pero sospecha que se está por jugar algo trascendente. Naomi pone esa increíble prestancia que no tiene nadie más que ella, esa distinción cultivada con años de trajín, no ya en el cine sino en la vida, esas arruguitas deliciosas, incluso ese asomo de papada (para mí no, pero eso es lo que dice mi amiga Casandra, munida de esa proverbial clarividencia que parecen tener algunas mujeres para detectar los defectos de sus congéneres), todo mientras un tipo la mira feo, sobrador, y temblamos un poco, a ver si descubre la verdadera identidad de la chica, que resulta ser la de una agente de la CIA. Después van los dos en un auto en medio de la noche. Algo amenaza con estallar por fin ahí pero no, el plano se corta en lo que parece ser el momento de mayor ebullición de la escena. El procedimiento se repite a lo largo de la película con una elegancia cuya gracia elíptica se complementa con el sentido de la oportunidad con el que sus responsables se dedican a humanizar a los personajes.
Precisamente, los pantallazos de una topografía cotidiana llena de ripios prosaicos airean la película de un modo notable: de esos momentos de tensión que constituyen el día a día de su ganapán (la mujer viaja por medio mundo, participa en complicadísimas operaciones para Uncle Sam), Naomi, con esa capacidad de maniobra que tan bien le conocemos para adaptarse a distintos registros, pasa a tener que lidiar con las demandas de sus dos niños, a prepararles el desayuno, firmarles el boletín, cosas así. Después, en un punto álgido de la película, ella que es una mujer dura entrenada según los innombrables procedimientos con los que se curten los aspirantes a tan selecto club, se mete en el baño y se derrumba llorando frente al espejo. En serio, no es porque esté enamorado de ella, la rubia tiene algo cinematográfico notable, hay que creerle todo lo que haga, el gesto casi imperceptible, la textura de su voz, la verruga mínima sobre la comisura de los labios. En otra buena escena en la que están marido y mujer cara a cara, al que le toca quebrarse es a Sean Penn . Su personaje es un ex embajador de Clinton pero en realidad el actor hace un poco de sí mismo. Es decir, de ese americano que tiene internalizados los valores de los fundadores de la patria, que le pone los puntos a Bush cuando lo ve por televisión y le enmienda la plana a los amigos que se le vuelven un pelín republicanos en las sobremesas.
Es que la trama de Poder que mata, finalmente podemos decirlo, se desarrolla en el 2002, mientras se prepara la comedia para que todo el mundo acepte como necesaria la invasión a Irak. ¿Importa mucho eso, después de todo? Más o menos, en verdad no tanto: como toda película de su especie, Poder que mata denuncia un estado de cosas, pero su acento está puesto en el costado humano de los denunciantes. Por cosas que son engorrosas de develar, a Naomi la echan de su trabajo y sobre el marido caen sospechas de antiamericanismo, que son las peores sospechas del mundo. El matrimonio se reduce entonces a unos despojos en los que, sin embargo, brilla el rescoldo de una vieja pasión. Cuando la película da un giro y empieza a preocuparse más por el personaje de Penn, el fetiche del heroísmo que se le retaceaba a la mujer puede cumplirse ahora como Dios manda. Vilipendiado y calumniado, ese buen padre de familia de ideas liberales se transforma inopinadamente en el eje de la acción: da furiosas conferencias en las universidades, aparece en programas periodísticos. Lo hace por la patria pero también se salva a sí mismo. Finalmente, hay una especie de ideal kantiano ahí. El hombre actúa como debería hacerlo un ciudadano cabal, si se imita su conducta el bien común está asegurado. Con el personaje de Naomi un poco afuera de este verdadero festival de civismo y buena conciencia la película ya no me interesa tanto. Me gustaba más verla a ella correr de un lado para el otro y aterrizando en su hogar a la mañana, justo para despachar con un beso a los chicos rumbo al colegio, para volver a salir después en pos de quién sabe qué riesgosas aventuras. La verdad es que en el cine siempre es mejor una chica en peligro que un santurrón con anteojos de ver de cerca.