Dos o tres cosas ciertas
El caso de Valerie Plame fue mundialmente conocido, uno de esos incidentes que deberían darle vergüenza a cualquier Gobierno. Agente secreta de la CIA, estaba dentro del ala moderada respecto de la actuación en Medio Oriente, y abonaba la teoría de que en Irak no se estaba trabajando sobre ningún arma de destrucción masiva. Sin embargo, apurada por dar un gesto -y por comenzar a facturar allí donde las guerras y las invasiones permiten hacerlo- luego de lo que fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001, la gestión de Gorge W. Bush se valió de informes poco precisos y de información poco chequeada, manipulada y maliciosamente utilizada, para asestar su golpe contra “el terror”. Entendiendo que el Gobierno actuaba de mala fe, el esposo de Plame y ex embajador en Níger, Joe Wilson, publicó un artículo periodístico en el que reveló las mentiras sobre las que se sostenía la invasión norteamericana en Irak. Lejos de reconocer la pésima maniobra, las autoridades norteamericanas lo que hicieron fue enviar información a los medios donde se sacaba a la luz la identidad de Plame y se la confirmaba como agente de los servicios especiales. Fue una maniobra tan espuria como inmoral, y hasta contraria a las propias normas del Estado, que protegen celosamente a sus agentes secretos. Sobre la base de este episodio, y sobre dos novelas (The politics of truth: inside the lies that led to war and betrayed my wife’s CIA identity: a diplomat’s memoir y Fair game: my life as a spy, my betrayal by the White House, escritos por Wilson y Plame, respectivamente) es que se construye Poder que mata.
Cercano en concepto a aquellos thrillers políticos del cine de los 70’s, Poder que mata es un film tan interesante como irrelevante. Interesante porque expone desde el centro de Hollywood (con un director mainstream y con actores de peso) y sin tapujos una falla bochornosa de su sistema político, pero a la vez es irrelevante porque para hacerlo construye personajes monolíticos y poco complejos, cero ambigüedad, más cercanos al cine de género que al de la denuncia política. Para ser honestos, ese aire de film de intriga internacional le juega a favor durante la primera hora, cuando Poder que mata es más una película de suspenso sobre los vericuetos de una investigación estatal que deriva en la construcción de una mentira, que luego cuando se vuelve un film más privado y menos público. Digamos que en parte esto es así porque Doug Liman es un artesano con condiciones para manejar los hilos del thriller, donde las situaciones se resuelven por medio de la acción. Durante esa primea hora, Naomi Watts (Plame) y Sean Penn (Wilson) se mueven enérgicamente, son ciudadanos indignados pero antes que nada son nervio y sudor.
Poder que mata tiene un indisimulable puente, que es aquel momento en el que la identidad de Plame es ventilada por el Gobierno norteamericano. Ahí, pasa de ser un film sobre un conflicto universal (dos personas con peso enfrentadas a un poder que los supera) a otro sobre un conflicto universal, en el que una mujer debe enfrentarse al mundo que descubre su mentira: ya no es la empresaria y madre de familia, sino la espía y, para colmo de males, la espía “comunista” que está en contra de los planes de su país. Lo que es evidente en el film es que la adaptación de ambas novelas para hacerlas coincidir en un relato, no debe haber sido tarea fácil: en muchos momentos se nota esa indefinición sobre el punto de vista y sobre el tono que debe llevar la narración. Más allá de lo irregular que es el film, hay un nervio que se sostiene y que se debe a la mano de Liman y a las actuaciones -correctas- de Watts y Penn, nervio que se mantiene como no se mantiene lo político, que en la segunda parte desaparece del primer plano y donde lo que pasa a importar es más cómo este matrimonio, que a su vez es una lucha de dos poderes bien marcados, logra atravesar este sacudón. Poder que mata es en definitiva un correcto film demócrata, que dice tres o cuatro cosas acertadas sobre su sistema político y que sobre el final intenta inflar el pecho del ciudadano y convencerlo de que es él quien puede cambiar las cosas. En todo caso, lo que queda en el debe es lo que suele quedar en deuda en este tipo de películas políticamente correctas que hacen los yanquis sobre el conflicto de Medio Oriente: todos, pero todos por más demócratas y progresistas que se crean, terminan abonando la idea de que una invasión está mal cuando el motivo no se justifica, pero que cuando hay razones para hacerlo, el intervencionismo es una herramienta necesaria para balancear la paz del mundo. Es ese tufillo de paladines de la justicia el que hace que estas películas terminen pareciendo más un mero oportunismo que una crítica sesuda y convencida.