El israelí Nadav Lapid entiende poco de sutilezas; en Policeman todo se percibe amplificado, como si no confiara demasiado en la capacidad del público para comprender la postura política de la película. Se nota en algunas de las primeras escenas cuando, para exhibir la irritante seguridad de sí mismo que tiene el protagonista, se lo muestra cantando una canción a todo volumen y enfocado en contrapicado muy cerca de la cámara. O, cuando en el asado que hace el grupo antiterrorista, la actitud sobradora y expansiva del personaje es construida mediante el ruido de las palmadas en la espalda o de los golpes amistosos (aunque no menos contundentes) propinados en el pecho. El supuesto comentario polémico, que aparece en la primera mitad en el hecho de contar la vida cotidiana de esos personajes con sus rituales y códigos particularísimos (el líder parece una especie de Sacha Baron Cohen sobrealimentado y sin sentido del humor), se derrumba en la segunda parte cuando la película abandona a sus protagonistas para sumar un grupo nuevo: son unos terroristas jóvenes e inexpertos que planean dar un golpe en nombre de una ambigua revolución. La tensión y el interés del comienzo decaen, mientras que el guión (y en esto se funda el verdadero –supuesto– gesto polémico) le da al grupo de los policías una excusa para actuar, como diciendo que lo condenable de ellos y su trabajo está justificado en buena medida por la existencia de terroristas peligrosos. El final, sin embargo, opta por la corrección política más cómoda y aburrida: los dos bandos cometen excesos y atropellos, nadie está libre de culpas. Fuera del momento en que los policías irrumpen en la habitación con los rehenes (que probablemente sea el tiroteo más feroz y rápido y, por eso mismo, más impresionante en mucho tiempo), Policeman se revela torpe y gruesa, incapaz de producir una polémica sobre nada.