La rusita que quería bailar
La trama se alarga y alarga, y la presencia de Juliette Binoche es más un injerto que un plus.
El espectador no tiene por qué saberlo de antemano, pero aquel que venga gastando las butacas desde hace algún tiempo se dará cuenta de que en Polina hay dos visiones que en vez de concertar y coincidir, se divorcian y desperdigan.
Angelin Preljocaj es coreógrafo, y su codirectora en Polina es su mujer en la vida real, Valerie Müller. La unión no siempre hace la fuerza, y los momentos en los que los lenguajes de la danza y el cine no cuajan son mayoría.
Polina es una niña usa que no estaría dotada para el ballet. La postura no es la más correcta. “No sos flexible”, le dicen.
Pero Polina tendrá otro tipo de flexibilidad cuando crezca y siga a un amor a Francia, dejando la rigurosidad del Bolshoi por la perspectiva nueva de (ficticia) libertad que le da la danza contemporánea.
El principal problema con Polina, la película, es su guión. que comienza siguiendo una línea y se reconvierte junto con su protagonista en otra, mucho, pero mucho menos interesante.
Allí, con fórceps, ingresa el personaje de Juliette Binoche como una coreógrafa. Su personaje podría estar, o no, pero le da un a estrella al elenco: la presencia de la actriz de Bleu, Mala sangre y El paciente inglés termina siendo más un injerto que un plus.
Polina se queda sin el pan, sin la torta y sin los cubiertos, lo mismo que el espectador que esperaba saborear un bife Stroganoff y termina con un trozo de carne dura entre los dientes.