La máxima virtud de Poltergeist, juegos diabólicos consiste en resaltar cuán avanzada era la versión original.
Todas las películas de terror pueden dividirse en dos partes bien definidas. La parte de los indicios y la parte de las manifestaciones. Por lo general, los indicios preceden a las manifestaciones, pero a veces aparecen mezclados o equilibrados de distintas maneras.
El caso es que en Poltegeist, juegos diabólicos, la parte de los indicios está mucho más lograda, desde un punto de vista dramático, que la parte de las manifestaciones. Es decir que toda la tensión acumulada durante los minutos iniciales no explota de la forma adecuada cuando llega la hora del verdadero terror.
Tal vez no tenga sentido comparar esta remake con la versión original, dirigida y guionada por dos grandes: Tobe Hooper y Steven Spielberg. Y es que en los 33 años que pasaron entre una y otra, el género ha sufrido varias mutaciones, la más sensible no involucra tanto a los efectos especiales como a la constitución y a la demanda del público y al modo en que la industria lo satisface.
Mientras que desde finales de la década de 1960 hasta principios de la de 1980 el terror trataba de conquistar un espacio en el cine de primera calidad (con títulos como El Bebé de Rosemary, El exorcista o El resplandor), desde mediados de la década de 1990 hasta el presente, lo que importa es seguir abasteciendo a un nicho de mercado insaciable: los adolescentes en busca de experiencias de autoafirmación.
Así antes que una remake, esta nueva versión dirigida por Gil Kenan es una adaptación de la historia a las condiciones contemporáneas. Su máxima virtud, no obstante, consiste en resaltar lo avanzada que era la original (que ya planteaba una fuerte relación entre el mal y la tecnología y que exhibía unos efectos especiales impresionantes para la época).
Salvo por detalles menores, la historia es la misma: una familia compuesta por la madre, el padre, una hija adolescente, un hijo de 8 años y otra nena de 6 llegan a su nueva casa en un suburbio. Todo parece feliz, pero pronto nos enteramos de que el padre (Sam Rockwell) ha perdido el trabajo y nos les ha quedado otra opción que mudarse a ese barrio.
Si hubiera que trazar un línea entre los indicios y las manifestaciones, sería la noche en que los niños se quedan solos y se desata un tormenta en la que la furia de la naturaleza se confunde con las fuerzas sobrenaturales. Curiosamente, lo más notable en términos visuales de ese inframundo conectado a la casa resulta anacrónico, ya que es una obvia réplica digital del infierno imaginado por Gustave Doré en el siglo XIX para ilustrar la Divina Comedia.
Si bien el drama se libera en una secuencia de acción vertiginosa, el ritmo creciente es entorpecido por una especie de comedia instalada en medio del horror, cuyos protagonistas son los investigadores de fenómenos paranormales a los que recurre la familia. Ahí la película pierde definitivamente el rumbo y tropieza varias veces antes de llegar agotada al final.