Año 1982 (meses más, meses menos). Mientras Steven Spielberg disfrutaba el mega éxito de de “E.T. El extraterrestre” (1982) se estrenaba (con pocas semanas de diferencia), uno de los proyectos que luego serían tanques absolutos de la historia del cine. Impresionado por la dirección de “El loco de la motosierra: La masacre de Texas” (1974), el entonces niño mimado de Hollywood (hoy él, ES Hollywood), se abocó a la escritura de “Poltergeist” para darle a Tobe Hooper la responsabilidad de dirigirla. Claramente fue un taquillazo la historia de una familia que se mudaba a una casa poseída por fantasmas tan juguetones como mortales. Sin dudas el afiche de la nena frente a un televisor prendido y ya sin programación, se convirtió en una figura emblemática del terror en los ‘80. Hubo dos más. Misma fórmula, con guiones altamente deteriorados.
En tiempos de franquicias y secuelas se ha cambiado el nombre de remake por reboot (entiéndase relanzamiento) con resultados dispares. Están más del lado de la mala copia o mal calco, por lo general de pésimo gusto; que de una producción fresca y renovadora a partir de elementos dramáticos de ésta época que aporten una nueva mirada al asunto (todavía no nos recuperamos de la remake de “Carrie” del año pasado).
¿Dónde ubicar esta Potergeist? La historia es igual (con pequeños, derivados en grandes detalles). La familia es la misma (¿había necesidad de cambiar el apellido?, salvo por una cuestión de derechos de autor no se entiende mucho) En vez de los Freeling son los Bowen: Papá Eric (Sam Rockwell), mamá Amy (Rosemarie DeWitt), hija mayor Kendra (Saxon Sharbino), pibe del medio Griffin (Kyle Catlett) y, por supuesto, la adorable nenita menor Maddy (Kennedi Clements). Los miedos de los chicos (esos que los poltergeist interpretan leyendo las mentes) son los mismos que los de Steven Spielberg, o sea, miedo a los payasos, los placares y los árboles cerca de las ventanas.
Por ser casi nulas las diferencias con aquella de 1982, las diferencias están en las sutilezas. Por ejemplo: la forma furtiva en la cual al principio se comunicaban estos Entes con la menor cuando nos podíamos quedar dormidos con la tele sin programación. Hoy, en la era del cable 24 horas, eso es impensable, luego, son los Entes los que tienen que interrumpir (supongamos) la venta de Sprayette. Asímismo intervenían todos los artefactos eléctricos, en ese entonces los “de moda”, podían ser una tostadora eléctrica o un lavarropas automático. En el 2015 hay que resolver eso con los celulares (el de Kendra aparece fundido -¿¡Y?!-).
En este particular, los de 1982 jugaban, casi que bromeaban, con los objetos (recuerden la sorpresa de las sillas apiladas, ahora tristemente reemplazadas por un mazo de cartas), dándoles nueva disposición y violando a voluntad las leyes de Newton. En la de hoy juegan un rato con el pelo de los chicos como si fuera un cambalache de estática.
Estas pequeñas diferencias parecen fútiles de subrayar pero, en realidad, como pasaba con “E.T.”, marcan una significativa diferencia. Spielberg (desde el guión) armaba un juego ambiguo para el espectador que iba entre lo lúdico y lo mortal, para luego definirse por éste último. Este no saber bien, salvo por indicios de la banda de sonido del gran Jerry Goldsmith, si los Entes podían ser amigos o enemigos, instalaba en el espectador una efectiva incertidumbre hasta que la información se completaba y se dirigía hacia los tres últimos actos.
“Poltergeist: Juegos diabólicos” cumple con ser una historia correcta, sin fisuras desde lo narrativo, pero con altas probabilidades de no hacer mella en ningún espectador devoto del género que conozca la original. Es más, si hilamos bien fino, el elenco adulto en su totalidad resta, más que suma, y es en los chicos dónde reside el mejor potencial interpretativo.
Probablemente deje en los recién ingresados a este mundillo la sensación de haber visto un producto que, en función de algunos sobresaltos y determinados juegos fotográficos (la escena en el ático con Griffin y el payaso, por ejemplo), tiene algunos sustos genuinos además de una notable factura técnica.