El camino y el desvío
La particularidad de Polvareda, opus de Juan Schmidt, la constituye la mixtura de elementos genéricos, aplicados con prolijidad y sutileza narrativa a un marco referencial poco frecuente en el cine Argentino si es que de cine de género se trata. Fábula con gusto a tragedia o policial rural con reminiscencias del western clásico plantean los interrogantes, a lo largo de los minutos en que rápidamente se abre el juego que enfrenta a una banda de delincuentes con un policía que no les pierde pisada.
Enterrado el quinto miembro de la banda, los cuatro restantes que participaron del exitoso atraco a una financiera se instalan en un agüantadero del pueblo natal, lugar de donde huyó en busca de otro horizonte el líder de la banda, Chino, acompañado de su hermano, El Facha, junto al Mudo y al Gordo.
Tal como indica la escueta conversación en el bar entre el líder y el viejo policía que lo conoce cuando aquel formaba parte de las fuerzas de la ley y ahora se pasó al otro lado de la fuerza -parafraseando a Star wars- ellos están de paso y a la espera de pasaportes falsos para cruzar la frontera una vez repartido el dinero del robo.
Hasta allí, con Polvareda estamos frente a un relato donde las piezas se acomodan en el tablero al igual que las vacas en el campo, presos de esa letanía de pueblo chico que invade la atmósfera y el ritmo del film, aunque hay una búsqueda permanente por parte del guión coescrito entre Juan Schmidt, Marcos Vieytes y Fabián Roberti para insertar en el camino pequeños apuntes lúdicos o humorísticos.
Desde un picadito improvisado con una pelota que se encuentra a un costado de la ruta hasta el baño refrescante en una pileta sucia, paseos en tractor o prácticas de tiro con botellas, se trata simplemente de exponer el paso del tiempo y de la acción con una apuesta a la bifurcación entre lo que podría definirse como hombres de acción y hombres de contemplación, ideas que marcan la dicotomía entre el nuevo cine argentino en cuanto a los personajes y el cine más genérico. Una contemplación que no recae en esas huídas metafísicas a lo Terence Mallik, con diálogos brillantes pero forzados, sino que se asemejan más al cine de un Takeshi Kitano o de un Johnnie To.
El otro protagonismo insoslayable, más allá de la galería variopinta de personajes, construidos con austeridad de rasgos pero con personalidad bien definida, es el del paisaje o lugar y su magnetismo intrínseco tal vez arrastrado como una huella del pasado, que abre grietas y cuentas pendientes antes de morir.