Los niños terribles
Una familia de monstruos: como suele ocurrir en el cine de David Cronenberg, en Polvo de estrellas hay algo monstruoso. Esta vez los monstruos son más de uno, por lo que los detalles y las acciones monstruosas se multiplican hasta formar una verdadera constelación a través de la cual se irradia, circula y se retroalimenta el halo bestial que los envuelve. La familia es la de Hollywood, que habita según la película un universo autocontenido y aislado, suspendido en la estupefacción, el ego desquiciado, el miedo y el dolor; incluso la psicosis. Pero lo notable es que Cronenberg está lejos de ofrecer un recorrido turístico morboso por el “otro lado” de las estrellas, ese paraje remanido apto para el solaz de los espectadores sedientos de lugares comunes, de revelaciones de consenso que se hacen pasar por verdades ocultas. Su película esgrime en cambio una visión hipertrofiada de esa fantasía del lado oscuro, para desentenderse de a poco de ella (es decir del mundo de Hollywood) y avanzar hacia una instancia atormentada propia de los grupos endogámicos, cuyos miembros parecen destinados a fundirse y a destruirse entre sí, en esta oportunidad bajo un manto de fatalismo con reminiscencias míticas.
Un hermoso poema de Paul Eluard sirve de contraseña a dos de los personajes protagonistas, la joven interpretada por Mia Wasikowska y el pequeño actor tiránico que encarna Evan Bird, dos hermanos separados por la tragedia familiar que buscan volver a unirse a pesar de la opinión de sus padres, una ama de casa asexuada y glacial y un líder espiritual de actores que mezcla variantes sádicas de psicoanálisis con la efusividad de un pastor evangelista. Siendo una niña, la chica supo provocar un incendio del que le quedaron secuelas esparcidas por todo el cuerpo. Se la confinó luego a una institución psiquiátrica y fue desterrada de la familia. Su vuelta marca el principio de la película. Wasikowska está acurrucada en el asiento de un ómnibus y tiene puesta una remera con una inscripción que alude a la exitosa franquicia que su hermano menor rueda en Hollywood. Cronenberg establece la fetichización secreta del vínculo que une a los hermanos y describe en el mismo movimiento el modo en el que el mundo del espectáculo se proyecta con eficiencia como mercancía de pertenencia común.
La segunda línea de la película le pertenece a Julianne Moore, a cargo de una actriz un poco venida a menos, que busca revitalizar su carrera mediante la obtención del papel principal para la remake de una película protagonizada por su madre treinta años atrás. Este último detalle, en la forma de un pasado que echa una luz descarnada sobre el presente, parece reafirmar la idea del círculo fatal que une a los personajes, esas criaturas feroces y desvalidas incapaces de enfrentarse a los fantasmas que se les aparecen de repente, como si fueran emanaciones malévolas de sus propios temores. En una película donde los cuerpos tienen una preponderancia evidente, Moore está espléndida en sus excesos, en sus arrugas, en su desesperación de niña grande perseguida, metida en un cuerpo cuya desnudez exhala un erotismo mórbido. El director canadiense hace convivir esas figuras espectrales de manera cruenta con los personajes, que pueden ser sorprendidos en plena mañana con una aparición sentada en la bañadera que los mira y les recuerda la naturaleza frágil de sus mentes.
Cronenberg, como otras veces, más bien casi siempre, ha filmado una historia donde la muerte ronda en cada plano, incluso se palpa discretamente con una perseverancia maldita alrededor de los protagonistas, esos seres que en esta oportunidad no parecen existir fuera de sus obsesiones de éxito y de su cadena implacable de traumas. La película establece una continuidad entre un puñado de vidas aisladas, revolcadas en el hedor sostenido de sus humores y pequeñas miserias, y el pasado que acecha como una criatura maligna o espía sus casas luminosas por donde circula el miedo propio de las “familias del mundo del espectáculo” según dicta la leyenda, que sólo pueden mirar hacia adentro de sus casas (en Polvo de estrellas apenas hay lugares públicos) y verse en el espejo de una esterilidad sin escapatoria.
Cuando Wasikowska y Moore se encuentran, los planos extraterrestres de Cronenberg parecen adquirir una consistencia líquida, sutilmente inestable, a través de la cual se percibe que el núcleo implosivo de la película podría estar basado, precisamente, en la convivencia forzosa dentro del plano de figuras heterogéneas (como en esa escena en la que dos actrices rivales se encuentran de casualidad en la puerta de un shopping). En un momento decisivo, teñido de una violencia hiperbólica, la sangre que salpica la cara de Wasikowska y le chorrea profusamente del pelo parece el corolario visual de las repetidas menciones al ciclo menstrual presentes en varias líneas de diálogo, como si toda la sangre no tuviera más remedio que explotar y liberarse. El plano final (gélido por cierto, aunque muy bello) es todo de Wasikowska y Bird, los hermanos malditos y fatales, condenados a duplicar a sus padres (a los que les robaron los anillos de casamiento que ahora tienen puestos). Los dos están acostados en el suelo y miran el firmamento; quizá se toman de las manos. Pese a todo el dramatismo que pueda suponerse, el plano es de una neutralidad desarmante, y eso es en parte lo que al final resulta tan conmovedor: a la psicosis, que encuentra su expresión en el brote y el estallido, Cronenberg le opone nada menos que una escena inesperada de amour fou.