La escuela de la carne
Polvo de estrellas se inscribe en una ya considerable tradición de películas que ponen el foco en las miserias de Hollywood. Grandes directores como Wilder, Aldrich y Lynch, por nombrar sólo algunos, han sabido conjugar sus intereses autorales con temáticas vinculadas al mundo de ese universo del espectáculo a través de films complejos que se enriquecen con nuevos visionados. Tal vez no sea este el caso pero una lectura apresurada podría obviar uno de los intereses fundamentales del director canadiense, a saber, la relación entre la carne y la subjetividad.
David Cronenberg siempre ha concebido el mundo desde la perturbación. Forma parte de una generación que rompió con el cine clásico y que reescribió genéricamente sus códigos sin tapujos. Si hay un signo que se destaca en sus obras es la correspondencia que existe entre las alteraciones de la carne y la idea de realidad que se quiere representar. Los cambios corporales, las mutaciones repugnantes de La mosca, Crash o Videodrome, siempre han sido síntomas de una subjetividad que se fragmenta ante cualquier posibilidad de orden. Aquí, el luminoso y soleado microcosmos hollywoodense, incluye personajes que escriben en sus cuerpos patologías, neurosis y deseos frustrados, y que son acosados por fantasmas cuya existencia es el compendio de sus perfidias. La galería está compuesta por Julianne Moore en primer lugar. Su personaje de actriz impaciente y en decadencia es la versión de las divas clásicas pasadas por el tamiz de signos actuales: a las pastillas, las drogas y las orgías hay que sumarle la frivolidad de un mundo gobernado por las redes sociales y las creencias pseudoreligiosas o sectarias de revista. Su pasado incestuoso y oscuro contrasta con la palidez de un cuerpo que canaliza el dolor y lo acumula en sectores determinados. Por ello, John Cusack, el infaltable gurú espiritual en medio de toda esta gente, le dirá durante tortuosas sesiones “todo se almacena en el muslo”.
De manera similar, la insoportable estrella adolescente interpretada por Evan Bird vomitará (literalmente) toda la porquería moral que lleva adentro. Su desproporcionada fisonomía corporal, filmada desde ángulos atípicos, convierte su presencia en un lugar de extrañamiento constante. Robert Pattinson se suma con la palidez vampírica (otra vez) manejando una enorme limousine, al igual que la contenida Olivia Williams, temerosa de que se destape la olla de un pasado morboso. Es decir, en Hollywood podrá haber mucho sol pero los cuerpos y los rostros de sus estrellas son espectrales y contienen las cicatrices de su perversidad. Acaso, el personaje de Mia Wasikowska sea el paradigma de ello, con las quemaduras que oculta en sus brazos y que no son otra cosa que las marcas de una historia personal monstruosa que se traslada a la carne.
Y si bien el incesto es una idea que hace ruido en la película, también parece ser una señal liberadora para estos personajes. El tema es hasta donde lo pueden manejar o no.
Pero más allá de todo, lo que incomoda y perturba es la naturalidad con que el director muestra el mundo que retrata. A la espectacularidad gore de las mutaciones presentes en sus cintas anteriores de los ochenta y los noventa, esta versión de Cronenberg postula una velada incomodidad que se alimenta a base de posiciones de cámara y planos capsulares. Como buen cineasta contemporáneo, su cine continúa el trabajo de Cosmópolis, con imágenes que se instalan al borde de lo referencial, que han dejado de representar al mundo bajo el mandato de la fidelidad y la empatía con el espectador. De ahí el inquietante extrañamiento que conserva pese a que ha resignado unos litros de sangre.