Acerca de la monstruosidad
Antes que una comedia cáustica a la manera de Todd Solondz (como se la encasilló apresuradamente en el Festival de Cannes), Polvo de estrellas es literalmente una película de monstruos, como quizá Cronenberg no hacía desde Festín desnudo.
Desde El ocaso de una vida (1950), del gran Billy Wilder, hasta The Canyons (2013), de Paul Schrader –injustamente ignorada en Argentina–, pasando por Como plaga de langosta (1974), sobre la novela de Nathanael West, ese mundo fuera del mundo que es Hollywood siempre fue visto desde adentro como un auténtico museo teratológico, una colección de aberraciones hechas de vanidad, egoísmo y lujuria. Y a esa galería viene a sumarse ahora Polvo de estrellas, una película que David Cronenberg y el guionista Bruce Wagner, un auténtico connoisseur de Beverly Hills (empezó trabajando de chofer de limusinas, como el personaje que interpreta Robert Pattinson), venían maliciando juntos hace años.
A priori, no es la típica película que podría esperarse del director de Una historia violenta, porque el humor vitriólico no suele ser su estilo, aunque en muchas de sus películas haya bastante más de qué reírse de lo que parece. Sin embargo, a poco de que se la piense, se diría que antes que una comedia cáustica a la manera de Todd Solondz (como se la encasilló apresuradamente en el Festival de Cannes), Maps to the Stars es literalmente una película de monstruos, como quizá Cronenberg no hacía desde Festín desnudo.
Monstruos. Eso y no otra cosa son todos y cada uno de los personajes que habitan el Hollywood de Polvo de estrellas. Empezando por Havana Segrand, esa actriz famosa pero –a causa de su edad– en peligroso proceso de olvido y declive, una suerte de Norma Desmond (el personaje de Gloria Swanson en Sunset Boulevard) del siglo XXI, que interpreta sin red la gran Julianne Moore, rodeada de cremas, almohadones y pastillas. Havana vive tan recluida en su propio ego –más grande aun que su inmensa mansión– que cuando gana el papel que anhelaba más que nada en el mundo, porque la actriz original, de quien se dice su amiga, acaba de perder ahogado a su pequeño hijo, ella no tiene otra reacción que ponerse a bailar feliz alrededor de su piscina, seguramente idéntica a tantas en Hollywood y a la que causó la muerte del chico.
Como en un siniestro, asfixiante círculo cerrado, o una pesadilla de la cual no se puede despertar, en Maps to the Stars todos se conocen y se tratan socialmente: todos tienen a la misma representante, todos filman en el mismo estudio y todos asisten a las mismas, odiosas fiestas. Y todos se atienden con el doctor Stafford Weiss (John Cusack), una extraña mezcla de quiropráctico, analista freudiano y gurú espiritual, autor de varios best sellers de autoayuda, entre los cuales el más famoso se titula, no casualmente, Secret Kills (Los secretos matan).
Sucede que el doctor tiene más de un secreto guardado en sus armarios, empezando por una hija desfigurada y pirómana, dispuesta a volver a las andadas (la australiana Mia Wasikowska), y siguiendo por un hijo atroz, estrella absoluta del universo teen (Evan Bird). Esta suerte de Justin Bieber reloaded, en la intimidad no sólo es el adolescente más repugnante y despreciable que pueda imaginarse. También puede llegar a ahorcar –por qué no– a un niño actor, a quien supone un rival en su carrera a la estratosfera del dinero y de la celebridad. Y si todo esto parece poco, ni se les ocurra imaginar para qué puede servir un macizo Golden Globe en manos de una chica con problemas para controlar su ira reprimida.
Como siempre en el cine de Cronenberg, sus planos parecen cápsulas cerradas, compartimentos estancos, donde sus personajes aparentan ser menos de carne y hueso que proyecciones malignas del inconsciente. Y para ratificarlo, en Maps to the Stars hasta fantasmas hay, filmados por el virtuoso fotógrafo Peter Suschitzky (operador habitual de Cronenberg) como si hubiera utilizado como modelo esa luz enceguecedora de las piscinas de Beverly Hills que pintó David Hockney, pero con esa estética tan pop de Hollywood transfigurada por unas pinceladas góticas, tan oscuras como las limusinas con vidrios polarizados detrás de los cuales se ocultan el miedo, la codicia y la desesperación por la fama.