LA PASIÓN DE BERNARDO
Hay una pregunta inicial que es el motor del documental de Marcelo Goyeneche. Se trata de esos interrogantes malditos que no admiten nunca una única respuesta: ¿qué es al arte? Es también el principio de una de las tantas historias que están incluidas, por ejemplo, la de Bernardo Arias, director de cine que con sus noventa años, tres largometrajes en su haber y varias colaboraciones desde la época dorada de Lumiton, guarda un ambicioso proyecto que escribe y reescribe para contestar a esa pregunta, pero desde un lugar que parece imposible, es decir, desde el seno mismo de la creación. Por eso va a buscar a alguien que admira, Antonio Pujía, artista plástico notable. Es su forma de contrarrestar ese lema relativista (tristemente certero) de que son las instituciones las que regulan el significado de lo que debe entenderse por arte o no. Por ende, hay una película que gira en torno a otra que ese está haciendo, y que guarda un pacto entre ambos directores (Goyeneche/Arias) también representado adentro. Así de compleja aparece Por amor al arte y sin embargo es muy simple en su apariencia.
El director confiesa que fue a buscar una cosa pero que encontró otra y eso le dio vida a la película. Suele pasar. Del caos surge el orden y las respuestas que el documental da contienen verdaderas zonas de interés y otras un poco forzadas. Entre las primeras, hay momentos antológicos, empezando por la misma figura de Bernardo Arias. Goyeneche lo filma en familia, lo inserta en su espacio cotidiano, pero además lo descubre en situaciones de soledad, de reflexión, destacando su vitalidad y su pasión. En otras palabras, filma el asombro de un hombre de noventa años cuyo cuerpo desgastado no impide una lucidez única, que nunca se victimiza (Arias acompañó a cineastas de la talla de Lucas Demare, Manuel Romero y Fernando Birri, entre tantos y sufrió la censura en carne propia de Paulino Tato) y que jamás pierde la voluntad por concretar su proyecto tan anhelado. Y en medio de la convivencia del documentalista con su personaje, está el otro gran descubrimiento, el de su mujer, “Lucy” (quien tiene una hermosa historia con el peronismo), una implacable crítica a la que le gusta poco y nada lo que hizo su marido, capaz de reírse de las imágenes que ambos hombres ven en el monitor después de grabar y de preguntar a qué hora van a comer si siguen trabajando.
La otra historia es la de Antonio Pujía, a quien ambos acuden cuando da una conferencia. El también tiene algo que decir y que mostrar. Ambos hombres se respetan y se admiran, hacen chistes y conversan sobre esta cuestión del arte. Goyeneche (que se inserta como parte de la película) capta muy bien la espontaneidad de esos encuentros, sin embargo, las buenas decisiones en varias ocasiones están empañadas por otras. Por ejemplo, es más interesante lo que dice Bernardo sobre la grapa que la información enciclopédica que despliega una incómoda voz didáctica sobre la historia de la pintura, el emotivo relato de Antonio sobre su maestra que la dramatización inserta paralelamente. Más allá de estos aspectos cuestionables, lo que no se puede obviar es la honestidad con que está hecho el documental y la forma en que transpira asombro, admiración y felicidad. Basta mirar la admirable secuencia de las fotos, una manera particular y pertinente de narrar la historia de nuestro cine. U otra en la que los dos artistas reciben a un grupo de estudiantes para conversar. Y sobre todo, los escuchan. Allí uno entiende el deseo de Bernardo de hacer una película para ellos, para las futuras generaciones, porque el principal motor del arte es el amor, y eso atraviesa todos los tiempos. El lugar no es el museo, sino el corazón.