Por siempre amigos

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Los sentimientos se mudan. En una tira de Mafalda, el personaje de Quino le preguntaba a su mamá si en su infancia había tenido amigos como los suyos. Ésta le respondía que sí y Mafalda quería saber por qué no los veía más. “Porque la vida nos fue llevando a cada uno por su lado” reflexionaba la mujer. Mafalda se quedaba pensativa y, finalmente, gritaba indignada: “¡¿Y quién se cree que es la vida para hacerle esas porquerías a la gente?!”
Podría decirse que Por siempre amigos aborda con seriedad la misma cuestión de la de aquél chiste, deslizando con sutileza entrelíneas sobre temas laterales como educación familiar, diferencias sociales, afectos sinceros o interferidos por intereses económicos y dificultades a las que nos confronta la vida adulta.
Séptima película del realizador independiente Ira Sachs (1965, Memphis, EEUU), va presentando sin sobresaltos a sus personajes, con sus pequeños-grandes conflictos. Los principales son Jake y Tony, dos pibes que empiezan a hacerse amigos cuando los padres del primero deciden mudarse al departamento heredado del abuelo, dueño también de un pequeño negocio lindante, alquilado a la madre de Tony. La paulatina resistencia de esta mujer a abandonar el local va tensando el relato y poniendo en peligro la amistad de los chicos.
En medio de los problemas, Jake y Tony van creciendo, despuntando en el primero una clara vocación por el dibujo, en tanto el otro se muestra más extrovertido y franco, como lo manifiesta cuando sufre un ligero revés con una linda amiga durante un baile. Las ocupaciones de sus padres, por otra parte, se corresponden con la naturaleza de sus actitudes y la manera de encarar los trances que deben ir superando. Tanto al padre actor de Jake (interpretado por Greg Kinnear, recordado especialmente por Mejor… imposible y Pequeña Miss Sunshine) como a la madre modista de Tony (encarnada por la chilena Paulina García) les resulta difícil desempeñarse con éxito en sus trabajos, si bien queda claro quién de los dos corre con ventaja.
Hay una muy bien lograda atmósfera de familiaridad, con los ámbitos barriales (incluyendo las casas y la tienda) expuestos sin énfasis, combinando calidez e informalidad, con el puente de Brooklyn al fondo. A los personajes se los ve comiendo o abandonando cansados sus tareas cotidianas con una verosimilitud desacostumbrada en el cine estadounidense, y sus preocupaciones no son muy distintas a las de hombres y mujeres de otras partes del mundo.
Sachs sabe, también, eludir ciertas instancias: no hace falta conocer los motivos del fallecimiento del abuelo o detenerse en los detalles de una mudanza, ya que lo que importa son sus efectos. Tampoco necesita cargar las tintas sobre un personaje u otro, ni incomodar al espectador con excesos de violencia verbal o estallidos melodramáticos. Y, si bien el desempeño de los adultos luce muy ajustado al medio tono de la película, son los pibes (Theo Taplitz y Michael Barbieri se llaman) quienes infunden encanto, expresando naturalmente despreocupación preadolescente y sentimientos en maduración; de hecho, aunque en un par de ocasiones los padres sollozan –por distintos motivos–, es el llanto de uno de los chicos el que sacude por la sinceridad que le imprime su joven actor, escena justificadamente emotiva que asoma en el momento oportuno.
El final, maravilloso en su simpleza de recursos –y con la ayuda de la música sentimental de Dickon Hinchliffe–, deja al espectador enfrentado a sus propios recuerdos, a su propia vida.

Por Fernando G. Varea