Como en un gran espejo retorcido
Una familia se muda de Manhattan a Brooklyn tras la muerte del abuelo. Ya de por sí dejar cosas atrás no es sencillo para nadie, menos para los chicos. Una vez instalados en la nueva casa descubren que tendrán una convivencia forzada con otra familia.
Hubo una mudanza, y está bien dejar algunas cosas detrás, le dice el padre a Jake. El chico está buscando unos dibujos, de hace tiempo, cuando vivían en Manhattan. Ahora están en Brooklyn, en la casa que fuera del abuelo. Es esta pérdida afectiva, de hecho, la que da inicio formal a Por siempre amigos.
Pero saber dejar atrás ciertas cosas encierra algo más. La línea de diálogo es precisa y responde a un guión meticuloso, en donde las palabras señalan de manera oblicua. Sea porque se adelantan a lo que sucederá o también porque agregan puntos suspensivos a las imágenes. Imágenes y palabras organizan, así, un contrapunto que tendrá traducción espacial: la nueva casa de la familia en verdad no es "nueva", ya era del abuelo, hay una historia familiar donde algo se quebró. Por eso, pasado y presente habrán de tocarse como caras recíprocas.
Esta construcción dual no tarda en adquirir otros matices: el abuelo alquilaba parte del inmueble a una familia chilena, de madre sola, y ella todavía vive allí. En otras palabras, una molestia forzada convive con esta familia. ¿Quién es esta mujer? Peor aún, la relación que tuvo con el abuelo parece haber sido de una amistad profunda. Mucho más cercana que la que del hijo propio. A la manera de un espejo retorcido, Por siempre amigos organiza su estructura narrativa desde el doblez. Cada personaje aparece atrapado de manera contradictoria, con la casa dividida en dos idiomas. Es decir, la madre "latina" sabe hablar otra lengua. Y cuando la elige, pronuncia palabras extrañas entre dientes.
Pero por otro lado están Jake y Tony, los hijos respectivos. Entre los dos crece una amistad profunda, que se traslada en patines y monopatín, viaja en subtes y comparte clases de teatro. Ambos tienen fascinaciones parecidas, con el sueño puesto en ingresar a un prestigioso colegio artístico. Para ellos no hay fisura alguna, pasan de un lado a otro de la casa con la mayor naturalidad, están más allá de la división espacial.
Los adultos, en tanto, no tardan en dejarse llevar por los desaires, con gestos contrariados y diálogos hirientes. Quienes están en el medio son los niños, los "hombrecitos" del título original (que es Little Men; "Por siempre amigos" es un reverso descuidado). De manera atenta, letal, el factor económico está dando vueltas como la mano invisible que decide: al sentenciar la poca prosperidad del local de moda que atiende la mujer chilena, por el dinero insuficiente que paga por su alquiler, ante la trayectoria actoral frustrada del padre de Jake (y la sumisión dolida al éxito de su mujer), por medio del derecho ante los bienes de sucesión.
Todo un mapa de recursos genuinos, creíbles, se perfila. Sólo entre los niños suceden las posibilidades imprevistas. Pero la manera desde la cual la película de Ira Sachs (Forty Shades of Blue, Love is Strange) elige arribar a destino es cuanto menos contundente. No le hace falta ser declarativa o -alivio- retórica. El desenlace es amargo y descansa en dos recursos: la elipsis y el montaje paralelo; éste es resuelto desde el plano secuencia, cuando los dos niños se reencuentren conviviendo en el mismo plano, durante la visita a un museo. Basta observar la porción del encuadre que se ocupa para saber sobre los lugares sociales asignados. Así como para preguntarse por quienes quedan por fuera de cuadro. ¿Qué ha sido de sus vidas?
Por siempre amigos es irónica. Propone la amabilidad como carta con vencimiento, junto a un "american dream" con prioridades y favoritos. Así lo estipula también la resignación con la que (el gran) Greg Kinnear compone a este padre de familia que se sabe actor fallido, por no alcanzar el "éxito". Su hijo, se percibe, no tardará en lidiar con lo mismo. El padre lo alerta: hay que tener equilibrio, le dice. Por otro lado, su esposa (Jennifer Ehle) sí tiene el reconocimiento de la profesión, siendo como es, una psicoterapeuta del status quo: sus decisiones familiares bastan como ejemplo. (Cuando desliza en la comida que el problema de una de sus pacientes es el marido, la frase es una pátina hiriente para el rostro de Greg Kinnear).
Por su parte, la actriz chilena Paulina García sostiene su caracterización de manera contundente, a sabiendas de cuál es la respuesta que el destino le depara, mientras no duda en atizar con palabras lacerantes. Puede ser odiosa, y tiene derecho. Pero quien compone desde una naturalidad avasallante es Michael Barbieri, el pequeño Tony, cuya desenvoltura y matices lo vuelven irremplazable, capaz de desafiar a su maestro de actuación así como de sobrellevar actitudes desafiantes, heridas, a sabiendas de esos sueños que son, todavía, privilegio de unos pocos.