Por tu culpa abre con el primerísimo primer plano de un herpes que irrumpe la tersa y desmaquillada piel circundante a la boca de Julieta, mientras ella se empecina con una exploración tanto visual como táctil de esa zona. El segundo plano de Encarnación retrataba las manos de Ernie, rugosas y con lunares. Ya desde el inicio, Anahí Berneri planta bandera en el farragoso terreno de la mujer no como producto del ideario social de tintes netamente masculinos, sino en su aceptación en tanto ser humano abierto a imperfecciones, físicas y emocionales. Hay en esos planos un grito libertario del rompimiento de los cánones sociales preestablecidos, un claro cuestionamiento al rol perfeccionista casi castrense que impera en gran parte de la sociedad que Berneri implosiona en el arranque. Desde el vamos, las dos películas avisan que los cuerpos no sólo son imperfectos, sino que esas imperfecciones están a flor de piel, proceso evidente sobre todo en Encarnación. Ernie fue una vedette y, como tal, lucró con su cuerpo, vivió de los dotes físicos con que la naturaleza (y el bisturí, por qué no) la dotó. Berneri la muestra googleándose, viendo fotos de lo que fue y ya no es. Es la gloria de antaño, un éxito sepia, plumas que el paso del tiempo se encargó de arrumbar en algún lugar del placard. Y de pronto se ven sus manos, esas delatoras insobornables de edades, apisonando toda la idea que las imágenes previas construyeron en el espectador.
De allí que Berneri procure una vinculación metafísica con sus criaturas. Importa poco lo físico, lo evidente, lo que un ojo apenas atento ve. La mente, y sobre todo el alma, de Ernie y Julieta, ameritan una deconstrucción precisa, quitándole gajo tras gajo para llegar a la quintaesencia de las fragilidades y el dolor imperante. El de la primera proviene de la subestimación cotidiana de su persona en pos del aprecio exacerbado de su cuerpo. Fue siempre el patito feo de la familia, la superflua, la preocupada por la cáscara. No fue sino su cuerpo, ahora procura ser a pesar del mismo. La segunda, en cambio, sufre la intrascendencia involuntaria que el dolor del desprecio y la desestimación emocional y física provocaron. De joggins, sin maquillaje, desarreglada, Julieta aspira a la invisibilidad, al desapercibimiento, a ser ignorada. Su existencia estuvo siempre prohijada por un ala protectora. Antes su madre, ahora su ¿ex? marido. Con la primera dormitando en su hogar, y el segundo demorado en un aeropuerto incierto, debe, pero no puede, no quiere o no sabe hacerse cargo. Sus hijos juegan, se golpean. Lágrimas y gritos. “Son chicos”, se excusa. Y tiene razón. Pero defiende esa posición con escaso ahínco, insegura de la veracidad de sus creencias. Siempre sumisa, Berneri la definió como una mujer “que va haciendo propio el discurso de los demás”. Los médicos sospechan, la increpan, y ella vacila, duda, tartamudea, sufre en el sepulcral silencio de la soledad hospitalaria. Llega el marido. Flota la sensación de que siempre estuvo más preocupada por la reacción de éste que por la situación en sí. No se cansa de pedir disculpas, anhela el amparo en la seguridad masculina. Julieta aprehende dolores para adocenarlos en su interior.
Los desenlaces las hermanan en el retorno a lo cotidiano. Pero si el viaje es quizá el primer peldaño hacia la valoración más espiritual que sexual de Ernie, para Julieta es el reverso. El regreso al hogar con un sol que empieza a asomar tímido por el balcón reconfirma la irreversibilidad de la situación. Marido y mujer optan por acostarse en silencio, sin siquiera despedirse. Por tu culpa no sólo deja reverberando la escasa certeza de lo circunstancial. Es un eslabón más de una vida cíclica y rutinaria. Es posible que todo empeore. El herpes será apenas un detalle.