"Pornomelancolía": la belleza como prerrogativa indeclinable.
El 25 de agosto el mexicano Lalo Santos, sex influencer y actor porno, realizó un posteo en su cuenta de Twitter en el que afirma: “Se supone que debería estar alegre porque voy a ser exhibido próximamente en el festival de cine de San Sebastián, la verdad es que el proceso para hacer Pornomelancolía fue muy duro para mí. De conocer todo lo que iba a suceder definitivamente no hubiera grabado esa docuficción”. La película, que lo tiene como protagonista y cuenta una versión de una parte de su vida, es además el cuarto largometraje del director argentino Manuel Abramovich, quien ya demostró una gran sensibilidad cinematográfica en sus trabajos anteriores: Solar (2016), Soldado (2017) y Años luz (2017).
Pornomelancolía comienza con una escena en la que Lalo está parado en una esquina transitada de lo que parece ser una gran ciudad. El protagonista está ahí, solo, como si esperara a alguien que demora en llegar. Entonces, de la nada, comienza a llorar. Aunque se cubre la cara, haciendo que se vuelva imposible comprobarlo (sus lágrimas nunca se ven), los espasmos cortos que agitan su cuerpo confirman el llanto. La indiferencia de los que pasan junto a él, que lo esquivan e ignoran, hace que la angustia del personaje desborde la pantalla y se apodere de quien mira, cómodamente sentado en una butaca de cine a miles de kilómetros de Lalo. Y cada vez que esa escena vuelva a proyectarse él seguirá solo, de aquí a la eternidad, sin nadie que lo abrace, ahí, cuando lo necesita.
En su cuenta de Twitter, Lalo Santos (el actor, no el personaje de Pornomelancolía) escribe que “la película abre temas de debate y el tema que yo pongo en la mesa es este: la pertinencia de usar a personas sin experiencia cinematográfica, vulnerables y sufrientes para deleite estético de una minoría intelectual”. Aunque la película cuenta con elementos biográficos que revelan diferentes formas de explotación a la que las personas pueden ser sometidas –a veces incluso bajo el propio consentimiento, por la urgencia de necesidades que demandan ser satisfechas—, el actor vuelve a sentir que su experiencia aquí no ha sido muy diferente de lo que se exhibe a través de su dispositivo dramático. Por momentos la película puede percibirse de ese modo.
Lalo (el personaje, no el actor) comienza a tomar conciencia de su carácter de sujeto explotado ya en las primeras escenas, cuando la encargada de liquidarle el sueldo como operario en un pequeño taller le dice que ha perdido el bono por presentismo, por haberse tomado un día para ir al médico. En paralelo, la película muestra sus incipientes inicios en el mundo del contenido sexual amateur para adultos, a través del cual el joven comienza a vislumbrar una posible mejora en sus condiciones de vida, siempre con el factor económico como motor.
Abramovich construye cada plano con plena conciencia cinematográfica, con la belleza como prerrogativa indeclinable. Las escenas en el taller donde Lalo comparte con dos colegas la vida obrera, en las que máquinas y hombres conviven en armonía dentro del cuadro, son una muestra clara. La del almuerzo entre los tres trabajadores también. Hay algo renacentista en la forma en que el director retrata los cuerpos y los integra al paisaje. Una búsqueda que se irá acentuando cuando Lalo avance en su carrera de actor porno, generando escenas entre sórdidas y dionisíacas donde la figura humana se volverá central.
Ficción y realidad se trenzan en Pornomelancolía con una tensión infrecuente. Los tuits de Lalo, que prolongan en el plano real lo que la película ha construido desde el drama, lo confirman. Su trabajo en la reconstrucción de su propia historia es notable, revela un compromiso actoral absoluto y una intensidad que debe ser reconocida. No es extraño que sienta, como dice en su primer tuit, que lo que se está exhibiendo no es una película, sino a él mismo, proyectado y siempre solo en la pantalla.