Cool World
A diferencia de lo que pasa en otros géneros, el mal terror no es el que se filma a las apuradas, con poco presupuesto, guiones desprolijos y toscos, efectos especiales pobres o un despliegue visual rústico (muchas quizás digan que las mejores películas se hicieron en esas condiciones). Posesión satánica es un buen ejemplo: la pulcritud de su imagen, una puesta en escena bastante planificada, los efectos generados por computadora, la claridad de su relato; nada de eso le sirve para construir buen terror. Es por lo menos curioso que una película que cuenta la historia de unos personajes encerrados, que le tienen miedo a los gérmenes de la comida y de la suciedad, sea a su vez tan condenadamente aséptica en su tono general: no hay sangre, todos los momentos de impacto se resuelven con imágenes digitales (desde un cuerpo que se parte en dos hasta una maldita polilla), incluso la posesión del final, en su fase más avanzada, resulta artificial, plástica, nunca termina de sentirse como un verdadero peligro para los protagonistas. Como la madre un poco tilinga que compone una deslucida Kyra Sedgwick, el director danés Ole Bornedal tampoco deja que ningún elemento impensado contamine el orden general de su película: todo lo que entra pasa por el tamiz de la imagen lustrada, gris, del horror de diseño, bien pulido. El trasfondo de un demonio y una maldición judíos que se remontan en el tiempo nunca es aprovechado del todo por el guión: de esa línea narrativa solo se extrae un personaje, el del joven Tzadok (interpretado por Matisyahu, el cantante de reggae hebreo) que se viste como ortodoxo pero es pintado como canchero porque escucha música con auriculares en la calle. A su vez, a los rabinos que se niegan a ayudar a Clyde (Jeffrey Dean Morgan) se les destina apenas un par de planos lejanos en una sinagoga que no nos dicen prácticamente nada de la religión y su mitología: la escena, como el personaje de Tzadok, aparece filtrada por una estética cool, modernosa, que no entiende más que de producir imágenes cómodas, seguras, sin arriesgarse nunca a ir un poco más allá (¿qué saben realmente de la maldición esos rabinos? ¿Cómo se comportarían si tuvieran frente a ellos la caja? ¿Cómo serán sus caras vistas un poco más de cerca?). Por eso que, cuando trata de sumar un poco de energía, la película fracasa inmediatamente, como en los momentos en que Clyde suplica por ayuda o cuando le dice al demonio, a los gritos y golpéandose el pecho: “¡tómame a mí!”. Si el exceso resulta casi paródico, eso se debe no solo a la actuación burda de Jeffrey Dean Morgan (cada vez se parece más a Antonio Banderas), sino también a rompe con los límites interpretativos de la película, que podrían definirse como los de un drama familiar intimista.
Al final, esa tibieza general se termina plasmando hasta en la resolución del conflicto familiar que, por si todavía quedaban dudas, es presentado como el verdadero eje de la película. Lo que importa es la familia y sus peripecias, sus formas de contacto y sus desencuentros; el terror solo está ahí para fundar la distancia o, peor, para explicarla desde una perspectiva que raya en el psicologismo (será la nena traumada por el divorcio de sus padres la que se vea atraída por el demonio y lo libere). El título de estreno prometía un poco de terror religioso con alguna pizca de sensacionalismo (“basada en una historia real”, reza el afiche), pero Posesión satánica es, lisa y llanamente, un título mentiroso: la posesión propiamente dicha ocupa casi nada del metraje, y de Satán o algún diablo afín no hay ni noticias, aunque ese engaño directamente ya no es responsabilidad de la película sino que corre por cuenta de algún desvergonzado titulador local.