Y el diablo metió la cola
Una niña corretea en el campo, entre divertida y algo asustada, entre vacas, perros y caballos que corren nerviosos a su alrededor. Una pareja se sumerge en un sauna francés para entregarse a una orgía. Un hombre le da una brutal paliza a un perro. Otros confiesan sus pecados y adicciones en un grupo de alcohólicos anónimos. Un grupo de chicos (¿ingleses?) juegan al rugby. Y el diablo, mitad hombre, mitad cabrito, de rojo fluorescente y digital, se aparece a la noche en la casa de una familia mientras duermen.
Así de radical es Post Tenebras Lux y el cine de Carlos Reygadas. No hay medias tintas ni grises. Muchos lo odian, otros lo aman. Reygadas nos propone acompañar a Juan (Adolfo Jiménez Castro) en un tour de force, en una espiral descendente en busca de redención y de salvación. Habiendo huido de la ciudad junto a su familia (Juan confiesa que tiene una adicción a la pornografía), se instalan en el campo, en una zona rural y pobre, para terminar descubriendo que los demonios no conocen de distancias. Aquí entra en escena El Siete (Willebaldo Torres), joven ex-adicto, ex-ladrón, que le dará una mano dentro del grupo de recuperación y que jugará un papel fundamental en la búsqueda de Juan. Veremos algunos flashblacks y algunas potenciales explicaciones, pero Reygadas prefiere que uno deduzca o intuya sensorialmente lo que ocurre.
Haciendo uso de unas lentes especiales que deforman los bordes del plano y simulan una superposión de colores y formas como los espejos, Reygadas y su extraordinario DF, Alexis Zabe, generan imágenes embriagantes, voluptuosas y bellísimas, pero, hay que reconocerlo, tal vez algo vacías. Es que la duración de esos largos planos secuencia buscan alguna verdad, están a la espera de algún momento epifánico que muchas veces no llega. Y lejos, el momento más intenso en belleza y vehemencia es aquel que abre el film donde se ve a la pequeña Rut (hija de Reygadas en la vida real) correr sola, sin aparente compañía, a la intemperie junto con vacas y caballos que la doblan en tamaño mientras las nubes se cierran sobre su cabeza, amenazando con una terrible tormenta. Lentamente el plano se va oscureciendo y el título de la película se hace presente. Pero, más allá de este momento, los demás planos que pueblan el film y que son igual de virtuosos no alcanzan este nivel de dramatismo. No es que Reygadas no tenga algo para contar sino que el problema reside en cómo contar eso que le interesa.
Esto sin mencionar los momentos shockeantes y perturbadores que Reygadas disfruta desplegar delante de nuestros ojos (como tantos otros directores contemporáneos como Bruno Dumont, Gaspar Noé, o Lars Von Trier sin ir más lejos). Sus imágenes son hipnóticas y bellas, sí, pero también polémicas y controversiales. Por caso, la orgia, que es de una sordidez alucinada y cautivante, pero gratuita también (en sus películas anteriores ya habían escenas gráficas de personas teniendo sexo o ejerciendo situaciones de violencia sobre otros).
Carlos Reygadas forma parte de una especie de elite mimada por los festivales y la prensa especializada, pero el éxito masivo le es esquivo; a la manera de un Terrence Malick aún más salvaje y libre en las formas, el director mexicano se las arregla para conseguir que sus películas se estrenen a nivel comercial en casi todos países, generando interés y expectativa alrededor de su obra (recordemos que Reygadas ganó el premio a mejor director por esta película en el último festival de Cannes), que si bien no es redonda ni tampoco deficiente, es sintomática del tipo de cine de autor que se hace en la actualidad: uno pretencioso y algo rebuscado en la superficie, pero simple y pendenciero en el fondo.