Cuestión de fe
Hay una ¿sensación? reinante en estos días del cine acerca de la supuesta falta de ideas originales y la insistencia en volver a franquicias o películas de décadas pasadas, buscando monetizar la nostalgia de distintas generaciones. Una parte de mí quiere creer que eso no es tan cierto, que remakes y nostalgia hubo siempre, y que simplemente estamos sesgados por el mero hecho de vivir en el presente. Otra parte de mí, sin embargo, sucumbe un poco a esa idea y, muy a mi pesar, empieza a desconfiar. La filosofía bajo la cual intento manejar mi vida plantea que, si la gente es feliz y no jode a nadie, entonces de qué sirve quejarse.
Otra de las reglas que intento seguir religiosamente es la de que todas las películas son iguales antes de estrenarse. Esta es más difícil. Por más prejuicios que tenga con algo, le doy el beneficio de la duda. A lo mejor me sorprendo. El problema es cuando no te sorprendés, el prejuicio se transforma en realidad y cumplir la regla es cada vez más difícil. Es, casi, una cuestión de fe.
Ahora bien, Power Rangers. Power Rangers es parte de este frenesí, sea real o no, de revitalizar marcas -más o menos- viejas. Es, además, una película de dos horas que, a juzgar por el trailer, no parece traer nada demasiado interesante. Por más ideales que yo tenga, y a pesar de que la serie americana original es realmente parte de mi infancia (la serie Mighty Morphin Power Rangers y yo tenemos la misma edad), cuando me senté a ver Power Rangers estaba convencido de que iba a perder dos horas de mi vida. Pero Dios se apiadó de mí, y mi fe se vio recompensada.
La película toma una decisión particularmente inteligente, la cual marca una diferencia importante con respecto a la serie original. En la serie, los personajes no tenían superpoderes o, al menos, no los tenían fuera de los trajes. La nueva Power Rangers cambia esto y el traje no proporciona más que una armadura: las habilidades son de ellos. Esto habilita dos cosas. Por un lado, vuelca el relato hacia una típica historia de origen tradicional sin ningún elemento nuevo. Por otro lado, y lo que hace que el punto anterior no sea tan terrible como suena, permite que los personajes estén de civiles durante la mayor parte del tiempo, se desenvuelvan como personas reales y no como superhéroes genéricos. Porque el gran valor de la película está ahí, en esos cinco personajes y, fundamentalmente, en los cinco actores que los interpretan. La premisa básica es una especie de El club de los cinco mezclado con Poder sin límites. Los protagonistas (principalmente Jason Scott, Billy Cranston y, obvio, Kimberly Hart) tienen un carisma encantador y hay mucha química entre ellos. Si Power Rangers funciona por algo es porque se permite explorar esos personajes sin la presión de meterlos en un traje (feo) que les tape la cara. Y, de hecho, los trajes tienen una función iron-manesca que les permite “sacar” el frente para que les veamos el rostro.
Hay momentos genuinamente emocionantes y bastantes chistes buenos. No intenta tomarse demasiado en serio a sí misma, o al menos no de la manera superficial que algunos estudios (cof cof, Warner Bros, cof cof) consideran que hace a una película seria. Power Rangers se divierte con lo infantil de su premisa y el tercer acto se sostiene justamente por eso, celebrando lo que era la serie original: muñecos gigantes cagando a palos a un monstruo gigante.