Un sueño por cumplir
El cine estadounidense se anima a mirar de tanto en tanto el otro lado del sueño americano, ése que desmiente el insultante mito del primer mundo civilizado y bonachón, hoy caído nuevamente en desgracia por sus propias mentiras y contradicciones. Dos películas de este llamado “neo-neorrealismo norteamericano”, en palabras del crítico A. O. Scott (New York Times), coincidieron hace unas semanas en nuestra ciudad, y dieron muestras de las diferentes miradas que tiñen al movimiento Indie contemporáneo, volcado más que nunca hacia la realidad social de los Estados Unidos.
Una de ellas es la por cierto polémica Preciosa, de Lee Daniels, nominada al Oscar a Mejor Película (se llevó el de Mejor Actriz de Reparto, para Mo’Nique), pese a ser un filme duro, complejo y desafiante, que generó discusiones por dónde pasó. Basado en Push, una novela de la poetisa afroamericana Sapphire, el filme se hunde en la existencia de Clareece Precious Jones (la actriz amateur Gabourey Sidibe, excelente), una adolescente negra de 16 años del Harlem de los años `80, casi analfabeta y con 150 kilos de peso, que intenta a duras penas progresar en el colegio y sobrellevar una vida de maltratos físicos, psicológicos y afectivos por parte de su madre (Mo’Nique, aún más impresionante) y su padre, de quien tiene una hija con síndrome de Down, y de quien espera un hijo más, fruto de sendas violaciones. Es, como se verá, una historia dura desde el principio, y Daniels no se anda con pruritos: se lo puede cuestionar por cierta manipulación emocional que propone al espectador, varios golpes bajos que se repiten en su trama, cierta abyección en fin que se puede detectar en algunos tramos. Pero al mismo tiempo, se trata de una película directa, que pone en escena a una clase social casi siempre excluida de la cinematografía y el imaginario simbólico de Estados Unidos, que lo hace con una inusual potencia dramática, y que en definitiva intenta enfrentar los prejuicios que estigmatizan a miles de afroamericanos de clase baja en el norte. Claro que las formas (que es dónde se debe buscar la ética cinematográfica) pueden traicionar las mejores intenciones, y el filme de Daniels se mueve por una fina cornisa entre el sensacionalismo barato y la voluntad testimonial, entre la explotación emocional y la denuncia social. Quedará al lector definir el resultado.
No será el caso del segundo filme en cuestión, del estadounidense de origen iraní Ramin Bahrani, estrenado en el Cineclub Hugo del Carril (junto a la también excelente Excursiones, de Ezequiel Acuña, que me comprometo a comentar para su estreno en DVD). Se trata de Goodbye Solo (que sí, ya se puede conseguir en los videoclubes de la ciudad), un filme que hace de la sutileza un dogma: con una puesta en escena minimalista y casi documental, Bahrani recorre los meandros de la amistad entre un taxista senegalés y un pasajero misterioso, parco, que posiblemente está buscando acabar con su propia vida. El primero es el Solo del título (Souleymane Sy Ravane, mismo nombre que su personaje), un taxista alegre y esperanzado pese a pertenecer a la clase de los inmigrantes, con todo lo que ello significa, y que una noche recoge con su auto a William (el actor Red West, en su tiempo conocido por haber sido guardaespaldas de Elvis Presley), un hombre que le ofrece mil dólares por llevarlo, dentro de unos días, a una montaña llamada Blowing Rock, de peligrosa altura. A partir de allí, Solo comenzará a construir una amistad compleja, sincera y desinteresada, con William, que al principio se resiste a su compañía pero que pronto la entiende como un bálsamo a su soledad, aunque no confiese nada de su pasado ni de sus planes futuros. La gran virtud de Bahrani consiste en apostar por la sutileza y la honestidad: su cámara, detallista, basta para expresar las emociones de sus personajes, y las manipulaciones no existen, como tampoco los sentimentalismo ni golpes bajos. Sólo hay dos personas condenadas a los márgenes de la sociedad, pero capaces de apostar a la solidaridad y el encuentro como una forma de salida. El contagioso optimismo de su protagonista no funge además como un hipócrita modelo de heroicidad: al contrario, Goodbye Solo confirma que el “american dream” es aún un sueño sin cumplir.
Por Martín Iparraguirre