“¡Tenemos que disfrutar juntos!”, le reclama un hombre a su hijo, un niño de seis o siete años que ya no tiene ganas de seguir subiendo la cuesta. El padre le pide al chico que cumpla esa tarea, una de las tantas actividades de “la lista de cosas” que ambos deben completar durante esos días en las sierras, como si fuera un decálogo de ritos de pasaje heredados por la familia que necesariamente hay que respetar. El chico se divierte cuando van a nadar o a pescar, o cuando recorre el bosque en soledad, pero no la pasa nada bien cuando el papá le propone asar juntos un cordero que acaba de ser degollado frente a sus ojos atónitos. Por sobre todas las cosas, el chico extraña mucho a su mamá. Hay un divorcio en marcha, una tristeza profunda que crece y tamiza sin consuelo todo el relato. Padre e hijo (Jorge Rossi y Valentino Rossi) van a las sierras para llevarse las últimas cosas que quedan en una casa familiar que se pondrá en venta.
La esencia de la historia la conocemos, porque tiene los componentes universales propios del cada vez más extendido terreno del coming of age. Puede haber muchas películas con líneas narrativas similares en el cine de hoy, pero no creo que existan muchos niños como Valentino, tan soñador y a la vez tan terrenal: es él quien le aporta a este cuento un compás absolutamente genuino. El chico se las ingenia para brillar incluso en la escena más oscura (literalmente) de la película, ambientada una noche de tormenta, sin electricidad en la casa, en la que el padre le enseña a su hijo a jugar al truco. Sin revelar lo que ocurre allí, puedo decir que la confección de esta escena sencilla y memorable -sólo iluminada por una linterna vincha y la pantalla de un teléfono celular- define el notable trabajo con la luz que atraviesa todo el film. No quiero dar más vueltas buscando otros adjetivos: Primero enero es una película preciosa. Sus creadores podrían dar una clase de lo que significa tallar esa cualidad sin caer nunca en la tentación del preciosismo, básicamente porque las elecciones de estilo son modestas y evitan llamar la atención sobre sí mismas. En una época del cine en donde la contemplación demorada del mundo se convierte a veces en una mera pose programática -aunque no se tenga mucho para decir-, aquí la clave parece residir en el cuidado del tiempo interno de los planos, que tienen la duración justa, todos precisos y pertinentes. Un modelo de concisión, tanto narrativa como simbólica.