Una deliberada opción por la ternura.
Narrada con encantadora sencillez, Primero enero funciona como un poderoso transmisor emotivo en la medida en que articula de manera sólida y verosímil la relación entre un padre y su pequeño hijo, un vínculo que el director urde con paciencia y en detalle.
Ganadora hace un año de la Competencia Argentina de la 18° edición del Bafici, Primero enero, de Darío Mascambroni, es una de las producciones más recientes del Nuevo Cine Cordobés, que no es otra cosa que una interesante fruta tardía nacida de una rama joven y pródiga del ya añoso Nuevo Cine Argentino. Si algo ha logrado este NCC es refrescar a un NCA que durante más de 15 años se produjo de manera casi exclusiva desde Buenos Aires, dirigido por cineastas en general porteños. Es cierto que el arco temático aún gira sobre los mismos ejes estéticos, los del llamado cine independiente, pero ampliando al mismo tiempo el registro de voces y miradas. De ese modo consigue darle una nueva vida (o una nueva encarnación) a la prolífica, heterogénea identidad del cine nacional.
Esa frescura y ese reverdecer se perciben con claridad en esta primera película de Mascambroni, un relato minimalista acerca de un padre joven que junto a su hijo pasan sus primeras vacaciones en soledad tras un divorcio reciente. Narrada con encantadora sencillez (que no es lo mismo que precariedad ni ausencia de recursos), Primero enero consigue funcionar como un poderoso transmisor emotivo a partir articular de manera sólida y verosímil la relación entre padre e hijo. Un vínculo que el director ha sabido urdir con paciencia y en detalle, para luego aprovechar dramáticamente su enorme potencial empático.
La película realiza un retrato cálido, casi ideal (aunque no por eso libre del dolor que implica), de una circunstancia que la mayoría de las personas han tenido que atravesar alguna vez, ya sea desde el lugar del hijo, desde el del padre, o desde ambos. Hay una deliberada opción por la ternura en la forma en que el director aborda los intentos de ese padre por fortalecer el lazo que lo une con su hijo. En busca de apoyo, el hombre ha vuelto de forma instintiva, casi a tientas, sobre su propia infancia, hasta el recuerdo del vínculo con su propio padre, que desde su mirada adulta ha adquirido los matices del relato mítico. Mascambroni juega abiertamente con esa idea, poniendo a sus personajes a dialogar sobre viejas historias de la mitología griega, nutriéndose de su carga simbólica. Es significativo que el relato comience con un diálogo sobre Pandora y su caja de dones abierta con imprudencia, dentro de la cual la chica sólo alcanza a conservar la esperanza.
Es justamente a la esperanza a lo que se aferran padre e hijo. Uno enfrentando la angustia que le provoca la posibilidad de perder al chico, lo único que queda de un amor que se terminó; el otro cargando con el deseo de volver a ver juntos a sus padres. Mascambroni retrata el duelo que sus protagonistas deben atravesar mostrando devoción por sus criaturas. Entre las virtudes de su película, tal vez la más destacada sea la capacidad de hacer que ese amor se sienta con fuerza en cada butaca de la platea.