El film de Ridley Scott crea un mundo, un diseño visual y una mitología propia que, en parte, lo aleja de Alien
Con ese impactante clásico del terror cósmico que fue Alien, el octavo pasajero (1979) y con la no menos influyente Blade Runner (1982), Ridley Scott se convirtió en uno de los directores más admirados por los fans de la ciencia ficción. Tras aquellos memorables trabajos, su carrera -bastante irregular- se diversificó hacia otros temas y registros hasta que recién ahora, tres décadas más tarde, regresa al género que lo hizo famoso (aunque antes ya había hecho una joya como Los duelistas).
La primera incógnita que proponía Prometeo era dilucidar si funcionaba o no como una precuela directa de Alien. Hay -en términos de nombres de planetas, de época en la que transcurre, de características de personajes (algunos, incluso, androides), de conflictos y hasta de diseño visual- múltiples elementos en común, pero lo cierto es que aquí la idea no es simplemente remontarse al origen de aquel film de 1979 sino construir una nueva saga, presentar un universo propio, proponer una mitología que le permita a Scott y al estudio 20th Century Fox iniciar otra serie de películas. Así lo deja planteado, además, un final que seguramente generará más de una polémica.
Como en todo intento de crear una nueva "franquicia" en el cine actual, Prometeo abre gran cantidad de interrogantes, de líneas argumentales, de posibles derivaciones que, en muchos casos, quedan abiertas. Esas preguntas sin respuestas pueden generar cierta dosis de insatisfacción en el espectador (sobre todo, el más ansioso).
A cambio de esos "puntos suspensivos", Scott regala un embriagador, elegante (por momentos algo suntuoso) despliegue visual que incluye un aprovechamiento notable de las posibilidades de los efectos 3D, que permite sumergirnos en la acción y no sentirnos invadidos por ella.
Si la película puede resultar algo ambigua en su planteo y demasiado pretenciosa en sus explicaciones sobre la genética y en sus búsquedas filosóficas y religiosas sobre el origen de la raza humana (aquí, el indudable referente es 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick), Scott construye varias secuencias de antología, que van desde irrupciones del terror hasta frenéticos momentos, como cuando el personaje de la científica Elizabeth Shaw (Noomi Rapace, la Lisbeth Salander de la saga sueca de Millennium) debe practicarse a toda velocidad una operación (una cesárea) en su propio cuerpo.
También es posible que ciertas motivaciones y comportamientos de los personajes (sobre todo del robot David, que interpreta con notables recursos Michael Fassbender) no queden demasiado claros, pero es probable que esa falta de información no provenga de una falla de los guionistas Jon Spaihts y Damon Lindelof sino de una intención consciente de develar ese y otros misterios en los films por venir.
En medio de un elenco muy sólido -en el que cada personaje tendrá la oportunidad de exponer sus dudas y sentimientos- se destacan el apuntado Fassbender (su David tiene ciertas similitudes con el androide que hacía Ian Holm en Alien, pero también con los de AI: Inteligencia Artificial y 2001.) y la Elizabeth Shaw de Rapace, que se aleja por completo de la rudeza y la imponencia física de la Ripley de Sigourney Weaver y se convierte con el correr del relato en una heroína de acción sensible, contradictoria y vulnerable, más acorde con estos tiempos.