En los confines de la humanidad
En 1979, Ridley Scott hizo su revolución en la ciencia ficción con “Alien, el octavo pasajero”; tres años después “lo hizo de nuevo” adaptando la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Phillip K. Dick, convirtiéndola en la también mítica “Blade Runner”. Scott dejó a la pobre oficial Ellen Ripley en manos de James Cameron, quien con “Aliens (El regreso)” (1986) comenzó a ganarse la fama de ser “el mejor realizador de segundas partes” (lo confirmó con “Terminator 2”, superándose a sí mismo).
Tras el batacazo de Cameron con “Avatar”, parece que al viejo Scott le vinieron ganas de retomar el espíritu de la vieja ciencia ficción, de la mano del guión escrito por Jon Spaihts y Damon Lindelof (uno de los cerebros, junto a J.J. Abrams, detrás de “Lost”).
Así surgió una película grande, no tan apabullante como “Avatar”, ni tan pequeña como la primera de “Alien” (que a fin de cuentas transcurría en buena medida en los espacios cerrados del Nostromo). Para los seguidores de la saga (amigo lector: vaya conociendo la relación de este filme con aquellos) será una vuelta al origen (en más de un sentido, ya que estamos), con su secuencia de presentación de la tripulación, enigma, terror y batalla apoteósica con final abierto.
El origen
El disparador de la historia es intrínseco a la humanidad misma: las preguntas sobre el origen de la especie y, de paso, sobre la finitud de la existencia. La idea de una expedición buscando respuestas sobre las fuentes es un tópico de la ciencia ficción más clásica, en obras como “Vuelta a empezar”, de Michael Shaara, o “Más vasto que los imperios y más lento”, de Ursula K. Le Guin.
Aquí todo comienza (luego de una escena inicial que introduce al espectador en el misterio) con un descubrimiento arqueológico a cargo de la pareja integrada por Elizabeth Shaw y Charlie Holloway, quienes convencerán al moribundo magnate Peter Weyland para fletar una expedición espacial en busca de un sistema que figura en un mapa estelar repetido en diferentes hallazgos de culturas antiguas. La idea es que allí vive una raza de “Ingenieros” que gestaron a la especie humana (recordar qué corporación rentaba el viaje del Nostromo).
Así, se conforma la tripulación del Prometheus (bautizado como el titán amigo de los mortales, quien robó el fuego de los dioses para darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus), en la que también revistan el androide David (la contracara de la pulsión humana por buscar un Creador) y la fría Meredith Vickers, representantes de los verdaderos designios de Weyland. Finalmente, habrá un hallazgo de vida inteligente, y de algo más, la muerte desconocida, los miedos más primarios. Y el descubrimiento de males peores que habrá que evitar a toda costa.
Los que yacen
Nada de todo esto sería lo que es sin el aporte conceptual del artista Hans Rudolf Giger, creador del Alien original y de la estética del primer filme, a quien aquí se reconoce en los créditos iniciales, aunque el trabajo quede en otras manos.
Porque toda la puesta visual respira una atmósfera gigeriana, desde los tonos verdeazulados de la fotografía de Dariusz Wolski y el diseño de producción de Arthur Max, junto a quien trabajaron los directores de arte Marc Homes, John King y Karen Wakefield, la escenógrafa Sonja Klaus y la vestuarista Janty Yates. Por eso, está en los trajes de los “Ingenieros”, en los murales, en todas las criaturas que se derivan de la fusión de lo biológico con ese líquido negro que recuerda un poco al de “Los expedientes secretos X”, algo así como un ADN recombinante que transforma todo en otra cosa...
Todo el filme está atravesado por las “imágenes paganas” del ilustrador de las visiones de Howard Phillips Lovecraft sobre males ancestrales, góticos, extraterrestres, inconcebibles para la mente humana. La atmósfera que se respira habla de cosas que yacen y que no deberíamos despertar: a fin de cuentas, una vuelta de tuerca sobre las pesadillas literarias del mítico escritor fantástico nacido en Providence.
Vuelta de tuerca en la que Lindelof también “lo hace de nuevo”, como en Lost, fascinando, intrigando, enganchando al espectador aunque sienta “que no está entendiendo nada”. Porque el guión se mueve casi como la adaptación de una novela preexistente, quizás sacrificando explicaciones en pos del avance del relato (que comienza a paso lento y va in crescendo), hasta llegar al conflicto final, físico, de vida o muerte. Y ahí aparece la mano del veterano Scott, un capitán ideal para tripular un barco tan grande, haciéndolo funcionar en todos sus detalles: parece que estuviésemos hablando poco de él, pero es todo lo contrario.
Cuerpo y alma
Por el lado de las actuaciones, la sueca Noomi Rapace sigue sorprendiendo, como lo viene haciendo desde su composición de Lisbeth Salander en “Millenium”: aquí compone una heroína (Shaw) a su estilo, tan frágil como imparable, tan aguerrida como la recordada Ripley.
Michael Fassbender luce bien como David, aunque queda la sensación de que quedan aspectos del androide sin explorar. Charlize Theron hace “de taquito” a su gélida Vickers, y el resto del elenco juega en los márgenes de la corrección: especialmente Logan Marshall-Green como Holloway, Idris Elba como el sacrificado capitán Janek, Kate Dickie como la científica Ford, Sean Harris como el alocado geólogo Fifield y Rafe Spall como el temeroso biólogo Millburn. Llama la atención la elección de Guy Pearce para interpretar al anciano Weyland... pero “alguna explicación habrá”.
Como dijimos, el final es abierto en muchos sentidos: en cuanto a la continuación de la búsqueda original pero también al nacimiento de un ser mítico para la cultura popular. La decepción del espectador por querer saber más se combina con la fascinación de lo desconocido, a fin de cuentas otra pulsión humana: la de querer descubrir qué hay más allá, incluso cuando eso implique despertar inhumanos males que sería mejor dejar dormidos.