Como la inconducente High Life, de Claire Denis, Prometo volver imagina un proyecto espacial internacional, compartido en esta ocasión entre Estados Unidos, Francia y Rusia. La película escrita y dirigida por la francesa Alice Winocour (de quien en Argentina se conoció la desabrida Augustine, de 2012) da un paso adelante con respecto al reciente envío de un rover de exploración a Marte, proyectando un presente-futuro de expediciones tripuladas al planeta rojo. Menos probable resulta, vista desde el presente, la cooperación entre el país de Trump y el de Putin, que mantienen activado el botón del recelo mutuo. Aunque es cierto que Rusia presta a otras naciones, para sus propios proyectos de exploración, su vehículo de lanzamiento Soyuz. Y también es cierta la existencia de una Estación Espacial Internacional, que es hacia donde se dirige la Soyuz de Prometo volver, como parada intermedia antes de enfilar hacia el planeta que inspiró las crónicas de Ray Bradbury. Pero todos estos son datos de contexto, por lo cual se impone pasar sin dilaciones al comentario específicamente cinematográfico de la película que antes de la cuarentena estuvo a punto de estrenarse en cines argentinos.
La particularidad de Proxima (título original, en castellano y sin acento, en referencia al nombre del proyecto de ficción) es que no narra el viaje de los tres astronautas, sino las vísperas. No tan nuevo es el protagonismo de una astronauta mujer, ya que antes de ella viajaron al espacio la Ripley de Alien y la Ryan Stone de Gravedad. El eje de Prometo volver no es astronómico sino genérico, en el sentido sexual del término. El entrenamiento de un astronauta es, como se sabe, de un altísimo nivel de exigencia física y mental, y de eso se trata: del desafío que la misión representa para Sarah Loreau, que hará su debut en el espacio (Eva Green, en su papel también más exigente hasta ahora). Semanas enteras sometida a alta presión, en ambas acepciones del término, que incluye una cuarentena previa al despegue. La otra presión que sufre Sarah es la de la obligada separación de su hija Stella (nombre algo redundante para tratarse de la hija de una astronauta), que es de un mes en tierra y será de un año en el espacio. Esos son los dos ejes dramáticos de Proxima: la lucha de la heroína por superar sus propios límites y su tensión entre el deseo de volar y los lazos amorosos, que la atan a la tierra tanto como la fuerza de gravedad.
Está claro que el deseo y el conflicto de Sarah aspiran a representar los de toda mujer moderna, y quizás sea esa voluntad de representación la que hace de la protagonista menos que un personaje: Sarah parece no disponer de rasgos diferenciales sino de invariantes generales, que la igualan a “todas las representantes de su género”. Ésta no es, claro, más que una generalización, palabra que viene justamente de género y hace pensar en la conocida abstracción de “la gente”, cada vez que menos del uno por ciento de la población se manifiesta en las calles. Un personaje de ficción debería tener características propias, en tanto toda ficción aspira a representar lo general sólo en segunda instancia, por inducción, y no a la inversa. Esto no significa que Prometo volver cargue con el pesado lastre de la alegoría, pero sí el de la entelequia. Sarah Loreau no tiene volumen propio, su dimensión deviene del préstamo de un discurso global. Lo mismo sucede con quienes la rodean, desde su ex marido, que no cumple otra función que la de hacerse cargo de Stella en ausencia de su madre (y sin embargo podría tenerle algo de envidia a su ex mujer, teniendo en cuenta que él es algo así como un astronauta en tierra) hasta notoriamente Mike, el astronauta estadounidense (Matt Dillon, siempre canchero), que viene a rellenar el lugar de la inevitable misoginia, que la heroína debe enfrentar y vencer.
La que sí es un personaje (y la actuación de Zélie Boulant, como suele suceder con los chicos, es superior a la de la protagonista) es Stella, que sin que el espectador pueda anticipar del todo sus pasos va de la aceptación de la separación al rechazo, la distancia y finalmente lo que se supone es una elaboración del “duelo” (en sentido figurado, se entiende). De hecho el de Stella puede considerarse un segundo relato, que en ocasiones se fusiona y en otras se separa del de su madre. En la mejor escena de Prometo volver, tal vez la única en la que puede hablarse en términos estrictos de una puesta en escena, ambos puntos de vista se reflejan de modo simétrico. En medio de la cuarentena de Sarah madre e hija se reencuentran vidrio de por medio y con incomodidades para hacerse oír, una situación que recuerda la (in)comunicación entre un prisionero y su visita. Donde sí sobreviene la alegoría es en el plano final, que muestra a Stella observando con sonrisa de aceptación a una yegua y su cría, para levantar luego la vista hacia el cielo. Los créditos de cierre están acompañados de fotos de mujeres astronautas y sus hijas desde los años 80 hasta el presente. Esas fotos hacen pensar en cuánto más interesante podría ser un documental sobre cualquiera de estas pioneras y su descendencia, en lugar de esta ficción “correcta”. O, para decirlo con otras palabras, ligeramente inocua.