Todo sobre mi desmadre
Cuando se decide llevar a cabo un proyecto de comedia sobre estudiantes hay herramientas que son fundamentales. Un guión ocurrente, una casa, una fiesta y la necesaria dosis escatológica y de humillación. Proyecto X (Project X, 2011) no sólo cuenta con eso. Con la asistencia y supervisión de Todd Phillips, el éxito en las taquillas está garantizado.
En la vida de Thomas (Thomas Mann) se dan dos circunstancias provechosas. Su cumpleaños número dieciocho coincide con las vacaciones de sus padres. Siendo su último año de secundario y sin aún vislumbrar un nivel de popularidad entre sus pares muy anhelado, Su amigo Costa (Oliver Cooper) lo persuade de despedirse de la escuela con una fiesta monumental y sin precedentes. Sin estar muy convencido, Thomas accede con una sola condición; la casa deberá quedar en perfecto estado.
Proyecto X reproduce el paradigma de fiesta norteamericana expuesto por películas como American Pie (1999) y repetido en otras más recientes como Super Cool (Superbad, 2007) o Viaje Censurado (Road Trip, 2000). Casas de dos pisos, patios frontales y traseros abarrotados y vasitos de cerveza de color rojo. Así, en ese contexto, las adversidades a sobrepasar tienden a relacionarse con la cantidad de alcohol, la concurrencia en aspecto general y la concurrencia femenina en particular. En esta película el primer obstáculo mencionado ni siquiera asoma a la superficie. De hecho, el trío protagonista es lo suficientemente osado y valeroso (de acuerdo al estándar actitudinal predominante en este tipo de personajes) como para hacerse con algunas drogas de la manera tradicional, con un dealer como único intermediario, y no con un segundo intermediario como en muchos otros casos. En cuanto a los problemas de concurrencia, si bien el exceso de gente termina generando el nudo conflictivo de la trama, inicialmente es utilizado para representar el temor constante al fracaso y a la intrascendencia de un conjunto de estudiantes cuya popularidad no excede a los límites de su propio endogrupo.
El desafío en una historia tan genérica y reiterada es encontrar singularidad. Arribar a algún tipo de distinción. Si bien las diferencias se manifiestan en los signos de época (ropa, música, jerga y tecnología), que ciertamente han mutado con el correr de los años, el fuerte de este film es el carácter súbito en la bisagra narrativa que experimenta durante su segunda parte. Todo lo que hasta ese momento fue baile, intercambio de fluidos y jugos gástricos desperdigados se convierte en caos, miedo y destrucción. Y quien escribe no habla de euforia juvenil o espíritu adolescente, sino de un genuino y portentoso desmadre.
Una vuelta de tuerca a lo ordinario, Proyecto X se encarga también de presentar nuevas caras de la comedia adolescente con un futuro promisorio.