La adolescencia del cine
Hay por lo menos tres películas buenísimas que funcionan como antecedentes de Proyecto X y la vuelven una promesa para golosos de la comedia de “noche de joda con amigos”: Supercool, porque los tres amigos de Proyecto X están claramente inspirados en el trío de Greg Mottola (el flaco y responsable, el gordito y el que se cree más canchero y ganador porque se viste retro), ¿Qué pasó ayer?, porque el nombre de Todd Phillips como productor y algunos rasgos de diseño en común en el afiche nos convencen de que vamos a ver algo que tenga que ver con la película que nos hizo amar a Zach Galifianakis de una vez para siempre, y la más reciente Poder sin límites, donde otro trío de adolescentes con superpoderes más concretos no tiene tiempo para fiestas pero termina por llegar a un nivel de destrucción parecido al de esta película.
Como en Poder sin límites, que fue realmente una sorpresa de varias ideas por minuto, Proyecto X simula ser el registro filmado cámara en mano de una aventura adolescente, en este caso esa clase de épica en la que los varones -perdón, pero hasta ahora no se conocen casos similares protagonizados por chicas- se ponen a prueba en su capacidad de ser más desinhibidos, más salvajes, más todo, al punto de llegar al borde de la ley y cargarse a la policía por ruidos molestos y otras rebeldías similares. La premisa es boba a más no poder; Mottola y Todd Phillips lo entendieron y fueron capaces de llenar esa estupidez de cariño y de locura cinematográfica con historias que son tanto sobre la amistad como sobre jugar a hacer lo que siempre se ve en las películas: robarse un patrullero, casarse en Las Vegas, complicarse con un mafioso, besar a la chica que te gusta.
En cambio, Proyecto X parece tomársela bastante en serio, y tal vez es ahí donde deja de ser divertida. Porque después de presentar a sus personajes con un par de chistes que están bien y parecen una invitación a hundirse sin prejuicios en un mundo donde lo pavo es ley y se lo mira como tal -al gordito se le para en el vestuario, el papá del protagonista le dice a la madre que no se preocupe por dejar al chico solo en la casa porque “total es un loser y no va a hacer nada”- la película revierte su postura inicial para mostrar una y otra vez que los chicos se convierten en ganadores frente a todos los compañeritos de escuela y eso, qué duda cabe, es lo más importante que les pueda pasar en la vida y lo justifica todo.
Lo que se pierde en el camino es nada menos que la libertad y lo gratuito de la fiesta que se vuelve pesada hasta para Thomas, el dueño de casa flaquito y devenido centro de un huracán lleno de vasos rojos, canchereadas, perritos voladores y chicas que se sacan el corpiño. Mil veces se nos muestra que Thomas la está pasando mal pero después se sube al techo, levanta los brazos y todos lo vitorean, entonces se supone que está todo bien. La filmación casera a cargo de un misterioso chico dark, que promete ser una garantía de espontaneidad y de capturar lo imprevisto, es el puñal en la espalda de Proyecto X, que no deja de caer minuto a minuto en situaciones previsibles y lugares comunes que le dan a toda la noche un aire de fiesta exprés, tan pautada como esos casamientos en los que a determinada hora se corta el pastel o se tira el ramo de la novia.
Porque, al revés de Poder sin límites, que llega del video casero al cine a medida que sus personajes crecen y adquieren la furia de Carrie o la nobleza de Superman y sorprende en el camino, los personajes de Proyecto X se disuelven en la fiesta, ese monstruo que lo traga todo: no hay amistad, no hay amor, no hay diversión, sólo los gestos que intentan indicar esos elementos precisamente donde faltan (y si no vean la manera en que Thomas se tira sobre su amiguita Kirby porque sí: eso no es torpeza adolescente, es torpeza de directores y guionistas). La fiesta que tendría que ser una ocasión liberadora se transforma en el sujeto excluyente de la película, una especie de dios voraz al que se debe sacrificarlo todo -en ese punto Proyecto X le hace mala prensa a su supuesto espíritu adolescente, lo carga de gravedad- y, aunque se saquen un vendedor de porro con lanzallamas y un enano de la galera, la diversión no puede ser divertida si se transforma, pfff, en un deber.