Una de esas películas que ya nadie hace
El director estadounidense encuentra en Tom Hanks el intérprete ideal para James B. Donovan, un abogado de rígido código moral enredado en el caso de un espía soviético en Estados Unidos. Un caso que se irá complejizando a medida que avanza el metraje.
Basado libremente en un episodio de la vida real de James B. Donovan –abogado neoyorquino convertido por las circunstancias en exitoso negociador político al servicio de la CIA, durante los años más duros de la Guerra Fría–, el último largometraje de Steven Spielberg lo encuentra, como suele ser la costumbre las más de las veces, en pleno control del ritmo y la estructura narrativa. Al mismo tiempo, su mirada sobre aquellos años de tangibles peligros nucleares reemplaza las complejidades políticas de su anterior Lincoln por un universo donde los tonos grises resultan más bien escasos. La primera, magistral secuencia (por la perfección de su sencillez y la profundidad de sus implicancias) descubre el hobby del espía soviético que será atrapado algunos minutos después gracias a un ligero movimiento de cámara: al reflejo de su rostro en un espejo le sigue su propia imagen y, a ella, un retrato al óleo al cual le está aplicando los últimos retoques. La presentación del personaje de Rudolf Abel (Mark Rylance) podría volver a filmarse y editarse de otras maneras, pero en la elección de Spielberg –un único plano resuelto con trazos mínimos y sutil elegancia– se describen sin palabras los múltiples juegos de máscaras y fachadas (y sus consecuencias sobre la vida privada) de aquellos que practicaban el espionaje en aquellos arduos tiempos de intrigas internacionales.Entra Tom Hanks en la piel de Donovan, quien acepta no sin reticencias defender al espía ruso, a sabiendas de que su popularidad como abogado de casos civiles (pólizas de seguros, ese mal necesario) puede sufrir alguna importante mella. Donovan según Spielberg es alguien que siempre hace lo que debe hacerse, un hombre que sigue sus preceptos éticos sin dudarlo siquiera un instante, incluso si el contexto es adverso. Con la Constitución en una mano y su código de conducta en la otra, Donovan es un digno heredero del joven Lincoln de John Ford o del Señor Smith de Frank Capra en Caballero sin espada (o del Capitán Miller de Rescatando al soldado Ryan, por caso): idealistas pragmáticos orgullosamente estadounidenses que, en su interior, conjugan lo mejor del “ser americano”, a tal punto que son capaces de inocular su esencia en instituciones ligera o profundamente corrompidas, trocando cinismo por franqueza y los fríos números por la más cálida humanidad. Donovan según Hanks es ideal: férreo pero cálido, artero pero nunca cínico, seguro de sí mismo pero temeroso de las consecuencias que sus actos pueden tener en los suyos.Puente de espías es indudablemente dos películas en una. La primera de ellas –y tal vez la mejor– involucra el caso judicial, la difícil defensa ante un jurado, un juez y un público que quiere ver al soviético colgando del extremo de una soga y el inicio de una relación personal entre abogado y cliente en la cual lo humano comienza a vencer prejuicios y miedos. Spielberg echa mano al más básico pero efectivo montaje paralelo para presentar a otro personaje que tendrá radical importancia en la segunda película, un joven piloto derribado en territorio de la URSS durante un vuelo de reconocimiento espía. “No podemos juzgar como traidor a este hombre, se ha comportado como un verdadero soldado”, dice Donovan –palabras más, palabras menos– frente a una Corte Suprema sin demasiadas ansias de morigerar la sentencia de Abel. En privado (desde luego: imposible pronunciar esas palabras en público), el personaje interpretado por Hanks afirmará que “nosotros hacemos exactamente lo mismo que los rusos”. Lo cual se confirmará con creces cuando la posibilidad de recuperar al aviador aprehendido pase por un intercambio de prisioneros en Berlín Oriental, durante la construcción del muro que dividiría a la ciudad durante casi treinta años.Esa magnífica primera hora de película, en la cual el drama personal va de la mano de un tenue suspenso y en donde Spielberg hace gala de un minimalismo dramático no siempre evidente en su cine (los primeros compases de la banda de sonido compuesta por Thomas Newman se escuchan recién a los cuarenta minutos de proyección) es seguida por la secuencia de derribo del avión espía. Pura adrenalina y acción física, la improbable maniobra del soldado en caída libre marca un quiebre y anticipa un cambio de tono para el resto del film. Donovan es enviado a Europa extraoficialmente por el gobierno de su país para encargarse personalmente del trueque de espías, a quienes se les suma un tercer peón en el tablero: un joven estudiante detenido por la policía de la RDA. El film ingresa gradualmente en el terreno de la fantasía realista, transformándose en un film de espías a la vieja usanza, apoyado por una fotografía de Janusz Kaminski que, en varias escenas, desangra la paleta de colores hasta lograr un tono casi monocromático.Podrá pensarse que ya nadie hace películas como Puente de espías en el Hollywood del siglo XXI y la idea sería ciento por ciento acertada. Con su cruza de tensión, aventura de baja intensidad, intriga, pequeñas pinceladas de humor y un trasfondo histórico real, el último Spielberg se toma el tiempo necesario para la construcción de la historia y navega en contra de la corriente del mainstream contemporáneo. Paralelamente, a medida que la ingenuidad ingeniosa de Donovan va venciendo toda clase de enemigos (internos, externos, temporales, físicos), el film abandona algunas de las sutilezas que había cimentando al tiempo que se hace más evidente la acumulación de contrastes entre ambos lados de la Cortina de Hierro (sus cárceles, el tratamiento dispensando a los espías) y las diferencias culturales se transforman en llanos estereotipos. Consciente o inconscientemente, Spielberg entrega un film de propaganda como los de antaño, aunque definitivamente aggiornado. Sobre el final, la bandera roja, azul y blanca flamea en el patio de una casa de Brooklyn y un grupo de chicos salta velozmente una verja, disparador de recuerdos y metáforas que vuelve a demostrar los límites del realizador cuando intenta reflexionar sobre el mundo real. Aunque, como en el caso del personaje de Donovan, lo cortés nunca termina de quitar lo valiente.