Spielberg en la verdadera Guerra Fría.
Numerosos espectadores se acomodaron el jueves dispuestos a ver una película de acción. O un thriller de trepidante suspenso. Ni una cosa ni la otra: “Puente de espías” retoma la tradición de un cine que Hollywood prácticamente no financia... salvo que Steven Spielberg, Tom Hanks y los hermanos Coen figuren en los créditos. Sostenida en largos, precisos y filosos diálogos -escritos por los Coen junto a Matt Charman-, el filme se toma casi dos horas y media para narrar una historia verídica: la de un intercambio de prisioneros entre Estados Unidos y la ex URSS. Todo en tiempos en los que la amenaza nuclear pendía sobre la humanidad como de un hilo delgadísimo.
“Puente de espías” toca numerosas cuestiones. Manos sabias y confiables como las de Spielberg y los Coen evitan que ese gigantismo temático se convierta en un pastiche pretencioso. La película habla del miedo (el de la clase media estadounidense al enemigo comunista), de la desconfianza, de los prejuicios. No juzga una época compleja; más bien la pone en perspectiva con rigor histórico.
Tom Hanks está muy bien como Jim Donovan, lo más cercano a un héroe que puede encontrarse en una historia donde todos circulan por la vida vestidos de gris. Aquí no hay villanos, sólo soldados, políticos e intereses en juego. Fue la verdadera Guerra Fría, años tensos, peligrosos, dramáticos, propios de espías oscuros y de abogados puestos a negociar, como el Donovan de Hanks. Para ver a James Bond habrá que esperar a la semana que viene.
La película articula dos segmentos. En el primero, Donovan defiende a Rudolf Abel, el agente soviético al que todos quieren ver en la horca. El segundo nos lleva a Berlín este, cuando la construcción del muro potenció la crisis. Allí, Donovan intentará canjear a Abel por Gary Powers, el piloto cuyo U-2 fue derribado en plena misión. Sobre un puente, a la madrugada, puede definirse el futuro del mundo.