Steven Speilberg y Tom Hanks se vuelven a juntar para hacer lo que mejor les sale: cine puro. “Puente de Espías” está basada en hechos reales, pero no necesita de artificios para atraparnos con una historia tan contundente como emotiva. Pasaron casi sesenta años de dichos acontecimientos, pero el mensaje se nos presenta más actual que nunca
Steven Spielberg es capaz de hacer cualquier cosa, al menos cinematográficamente hablando. La última vez que irrumpió en la pantalla grande, lo hizo con “Lincoln” (2012), y logró arrancarnos lágrimas con una porción de la historia norteamericana que, admitámoslo, no nos toca muy de cerca como “ciudadanos”, pero nos concientiza como “individuos”.
Esa es la virtud de este gran realizador: tomar cualquier idea y transformarla en un relato único cargado de emociones, imágenes y sonidos, sin importar a qué público está dirigido. Sus historias son universales, ya sean sobre un tiburón asesino, en extraterrestre perdido en la Tierra o un abogado de seguros en medio de un conflicto político. Detrás de todas ellas está lo más importante, el factor humano, y “Puente de Espías” (Bridge of Spies, 2015) sabe muy bien como aprovechar este “recurso”.
Arrancamos en Nueva York en el año 1957. Plena Guerra Fría y terror atómico. Rudolf Abel (Mark Rylance) es arrestado en Brooklyn por sospechas de espionaje soviético. El gobierno, los medios y la sociedad ya se encargaron de enjuiciarlo, condenarlo y colocar la soga alrededor de su cuello, incluso, antes de celebrarse cualquier proceso jurídico. Ahí es cuando entra en juego James Donovan (Tom Hanks), un prestigiosísimo (y aún más sagaz) abogado de seguros de una importante firma de la ciudad.
A Donovan se le pide, como un favor personal, que se encargue de la defensa del sospechoso, aún sabiendo que todas las probabilidades están en su contra. Esto es un mero formalismo para demostrarle al resto del mundo que los enemigos de la nación son tratados con igualdad y justicia, a pesar de sus actos maquiavélicos.
Pero lo que menos abunda en este caso es “igualdad” y “justicia”. Básicamente, a Donovan se le pide que no haga nada, mucho menos, cuestionar la falta de evidencias y las anomalías que se producen durante el proceso.
James es un patriota, obviamente, el típico americano con una bella familia y una casita en los suburbios, pero también es un respetuoso de la ley y la constitución, de las cuales se piensa agarrar para defender cuanto pueda a su cliente. Claro que está acción no es bien vista ni por sus socios, ni por el gobierno que presiona sin descanso, ni por sus vecinos que, en seguida, empiezan a cuestionar su verdadero amor a la patria.
“Es la obligación del patriota proteger a su país de su gobierno”, recitaba Thomas Paine, uno de los padres fundadores allá por finales del siglo XVIII, y la frase no deja de tener vigencia. Acá también está en juego la moral y la conciencia de un abogado que sabe muy bien como diferenciar estas entidades tan complejas.
Abel es encontrado culpable, más allá de las apelaciones, pero Donovan consigue convencer al CIA de conservarlo como moneda de cambio, por si llegado el momento, tuvieran que negociar con los rusos por la liberación de alguno de sus propios agentes.
Claro que a los ojos de la sociedad, Estados Unidos no tiene espías, esto hasta que se produce un incidente, y uno de estos “pilotos imaginarios”, Francis Gary Powers (Austin Stowell) y su U-2, es derribado tras las líneas enemigas.
Como si pudiera vaticinar el futuro, Donovan pronto es arrastrado hacia un conflicto y una misión mucho más compleja: negociar la liberación del piloto americano con los rusos, entregando a cambio a Rudolf ante las autoridades alemanas.
Ahí es donde la película comienza a cambiar de tono. Lo que empezó como un relato procesal, pronto vira hacia una trama de espionaje hecha y derecha (cruda y visceral), sólo que en vez de un agente experimentado y lleno de truquitos, tenemos a un abogado tratando de hacer su mejor esfuerzo sin morir en el intento, en una Alemania que está experimentando uno de los cambios más abruptos y violentos de su historia.
“Puente de Espías” es muchas películas en una y puede equilibrarlas a la perfección gracias a la maestría de Spielberg para contar historias, al afiladísimo guión de Matt Charman –con la colaboración de los hermanos Coen- y a un protagonista como Hanks que no necesita esforzarse en ningún momento dentro de la cáscara de un personaje íntegro de esos que le calzan como anillo al dedo. Ni hablar de una contraparte como Rylance, todo un hallazgo cinematográfico.
De repente tenemos ante nuestros ojos los relatos de cuatro personajes y sus vicisitudes que se entrecruzan sin ningún problema. Todo encaja al dedillo, nada sobra y cada frase podría estamparse en piedra.
Parece un film sencillo, de esos que uno encuentra en el cable zapping mediante, pero la historia de Spielberg esconde mil capas y, al igual que “Lincoln”, se las ingenia para retratar el estado actual político de su país, aunque tome sucesos ocurridos hace ya varias décadas.
La justicia, la moral, la ética, los derechos humanos, las causas justas… son tópicos que no pasan de moda, y no deberían tomarse a la ligera. Steven Spielberg lo sabe y se junta con Hanks -su mejor aliado cuando se trata de estas cosas- para volver a regalarnos una hermosa clase de historia y de buen cine, ese que viene ostentando desde hace más de cuatro décadas.
Dirección: Steven Spielberg
Guión: Matt Charman, Joel Coen, Ethan Coen.
Elenco: Tom Hanks, Amy Ryan, Alan Alda, Eve Hewson, Mark Rylance, Billy Magnussen.