El amigo ruso
Con asistencia en el guion de Joel y Ethan Coen, Steven Spielberg reflota un hecho real de posguerra que exhibe su madurez narrativa. En 1957, en uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría, el espía soviético Rudolf Abel es capturado en Nueva York y, como muestra de transparencia del lado occidental, le es asignado un abogado en legítima defensa. El leguleyo nombrado es James B. Donovan (Tom Hanks). Al principio reluctante, Donovan siente curiosidad por el impasible Abel (una gigante composición del actor Mark Rylance) y esa curiosidad, paulatinamente, va tornando en simpatía. Claro que el gobierno, así como el norteamericano promedio, que todas las mañanas mira con desprecio a James en el colectivo, desea que Abel sea colgado. Pero ya no es fácil convencer al abogado del fin de su pantomima.
La trama tiene su previsible desenlace cuando un soldado norteamericano es capturado en Rusia, y Donovan, que salvó a Abel de la parca, tiene ahora la oportunidad de devolverlo a su patria, haciendo un intercambio de agentes en el puente Glienicke de Berlín. Pese a momentos (pocos) en los que al autor de Tiburón, Indiana Jones y La lista de Schindler se le escapa algún artero ataque sensiblero, Puente de espías es una de sus producciones más contenidas, áridas (lo cual no es poco para alguien que hizo de los efectos especiales casi su nom de guerre). Si bien la historia es otra miniépica, Spielberg filma con severidad, y cuando muestra virtuosismo lo hace en escenas clave (como la persecución inicial, donde una cámara en mano se pierde entre el congestionamiento del subte neoyorquino en horas pico). Hanks, por su parte, también se anima a un protagónico medido, de expresiones calculadas, y su participación es fundamental para que Puente de espías sea una obra digna del gran director norteamericano.