Muy pocos filman y narran de manera tan diáfana como Steven Spielberg. Esta película prueba que está en la cima de sus posibilidades técnicas, que no puede colocar la cámara donde no es pertinente. Su cine es transparente, de un clacisismo que transforma lo extraordinario en natural. Porque todas sus películas tratan de un elemento extraño, fantástico, casi sobrenatural, en el orden de las cosas. Aquí es un abogado (Tom Hanks) contratado por el Estado norteamericano para defender a un ruso acusado de espionaje (superlativo Mark Rylance) en plena Guerra Fría, bajo la idea de hacer propaganda y demostrar que hasta un espía ruso, en los EE.UU., tenía un juicio justo. Pero eso deriva en la estigmatización de este hombre que -lo fantástico- hace su trabajo con celo y justicia, basado en lo que realmente cree. Esto deriva luego en negociar intercambio entre espías (el caso detrás del film es el del U2 derribado en la URSS en 1960) y nuestro abogado, primero enfrentdo ante el autoritarismo larval de los Estados Unidos, termina enfrentado a la burocracia soviética. Se cuenta mucho más que esto (amistades, cuestiones familiares, un enorme trabajo de reflexión política) con el tono de una comedia de aventuras. Todo funciona y la película resulta emotiva por los motivos adecuados: cuando nos hace lagrimear es cuando descubrimos que lo único que declara la película es que toda vida es sagrada y que la justicia, se esté de cualquier lado del muro, nos iguala y nos protege.