El hombre de pie
Thriller en plena Guerra Fría, es un filme humanista, pero también innecesariamente maniqueo.
Cuando muchos directores afamados y afianzados en sus carreras, se repiten, Steven Spielberg cambia. Podría quedarse en el cine de aventuras, acción con suspenso, que es el que mejor sabe manejar y con el que más se divierte -él y la platea-, pero el director de Tiburón pegó un volantazo hace décadas con El color púrpura, y desde allí, sigue filmando como pocos –bien- y cambiando la manera de hacerlo.
Si Lincoln, su anterior filme, era extrañamente muy dialogado para lo que suele dirigir el realizador de 68 años, con Puente de espías vuelve a mirar la época de oro del cine hollywoodense -como con Caballo de guerra- con un personaje en el que Tom Hanks se siente a sus anchas y recuerda, cómo no, al James Stewart con que tanto se lo supo comparar.
Pero también Spielberg cambia la manera de relatar.
La primera escena toma a un hombre sentado, de espaldas. No le vemos el rostro, de frente, sino que lo conocemos por su reflejo en un espejo y porque está pintando un autorretrato. Como avisándonos que nadie tiene una sola cara -por más que se trate de Rudolph Abel, un espía- y que la multiplicidad de miradas también tendrá que ver con descubrir quién es este personaje.
Y no es el único. Porque el abogado de seguros Donovan (Hanks), al que le encargan defender en un juicio al espía ruso que pintaba en el comienzo, también jugará a más de una punta. El Gobierno elige a Donovan para que se sienta al lado del ruso en lo que debe aparentar un juicio correcto. Corre 1957, es la Guerra Fría, y el pueblo -al que Spielberg maniqueo muestra en un tren leyendo el diario- desearía que lo ahorcaran, por traidor.
Pero Donovan, que advierte que el juicio es una pantomima, que puede apelar la sentencia por muchísimas irregularidades cuando aprehendieron a Abel, terminará en una función más importante. Cuando Francis Gary Powers, un piloto estadounidense, que espiaba y fotografiaba desde el aire a los rusos, cae en poder de los soviéticos, Donovan será enviado a negociar el intercambio de prisioneros.
Aparentar. Hipocresía. Dualidad. Honor. Verbos y sustantivos que impregnarán muchos fotogramas de Puente de espías, que si no es una película más redonda, y mejor, es porque Spielberg también demuestra el maniqueísmo y un patriotismo innecesario.
No es la banderita flameando al final de Rescatando al soldado Ryan, también con Hanks. Es mostrar lo bien que lo tratan a Abel (gran labor de Mark Rylance) en prisión, y el maltrato a Powers y a un joven, capturado del otro lado del muro de Berlín, por error.
“¿Serviría para algo?” es la frase que reitera una y otra vez el ruso a Donovan, cuando éste le cuestiona lo que fuere. La misma pregunta debió formularse Spielberg al ser tan maniqueo.
Pero la maestría está en la paleta de colores con que, desde la imagen, muestra a los EE.UU., la Berlín Occidental y la Oriental. En cómo la tensión se crea a partir de los diálogos. Hablábamos de James Stewart y podríamos mencionar a Henry Fonda. O a Frank Capra, o a William Wyler como referentes para Spielberg.
¿Otro cambio en Spielberg? La música siempre fue importante en su cine. Y aquí, los primeros acordes recién se escuchan casi llegada la primera media hora. Son casi 30 minutos sin reforzar lo que cuenta en imágenes. Sí utiliza brillantemente el sonido ambiente. La precisión con la que cuenta es tal que nos hace sentir allí, presentes en el departamento de Abel, o en el de Donovan, o en el estudio de abogados.
Donovan es apodado por el ruso El hombre de pie. Allí la metáfora es clara, explícita, pero resume a un (dos) personaje(s), y pinta lo que Spielberg siempre busca contar: a un hombre bueno inmerso en circunstancias extraordinarias.