Panorama desde el puente
Aunque Puente de espías puede ser interpretada de manera totalmente válida como una película de Steven Spielberg, si la pensamos un poco, no deja de ser también un film de Tom Hanks. Las colaboraciones previas que tuvieron -Rescatando al Soldado Ryan, Atrápame si puedes y La terminal- siempre abordaron la cuestión del profesionalismo como sostén de valores, perspectivas e instituciones. Ambos son figuras artísticas preocupadas no sólo por los mensajes que pueden transmitir sus films, sino también por las formas en que esos contenidos son transmitidos.
Desde su brillante comienzo, filmando metódicamente a un tipo metódico, Puente de espías va trazando su tesis con sutileza, pausadamente, confiando en lo que tiene para decir y en cómo llegar al espectador. La secuencia inicial termina con la captura de un espía soviético en Estados Unidos llamado Rudolf Abel (brillante Mark Rylance, desde lo corporal, la mirada, el gesto, la entonación, todo, absolutamente todo) y será tarea de un abogado privado, James B. Donovan (estupendo Hanks, haciendo fácil lo difícil), quien usualmente se dedica a los casos de seguros, el defenderlo, básicamente porque Estados Unidos debe demostrar, en el momento cumbre de la Guerra Fría, que es capaz de diferenciarse de la Unión Soviética al cumplir con todas las garantías procesales. Para todas las partes involucradas todo no es más que una parodia, un juego de máscaras, una mera puesta en escena, porque la intención es aplicarle a Abel la sentencia de muerte, excepto Donovan, porque es un hombre que cree en las leyes, en los preceptos constitucionales que rigen su nación y que es la preocupación por cada persona lo que hace mejor a su país. Luego todo adquirirá nuevas tonalidades cuando un piloto estadounidense es derribado con su avión espía en el territorio de la Unión Soviética y Donovan sea reclutado de manera extraoficial para negociar el rescate en Berlín usando a Abel como moneda de intercambio, con el asunto complicándose aún más, ya que Donovan también buscará rescatar a un estudiante que fue apresado en la parte oriental, justo en el momento en que comenzaba la construcción del Muro, acusado arbitrariamente de espionaje.
A Spielberg -y con él Hanks- le pasa algo similar a Clint Eastwood: sus films más políticos son muchas veces invalidados por amplios sectores de la crítica internacional -e incluso de su propio país- por sus posicionamientos, sin tomar en cuenta la forma en que adoptan esas posiciones. Esto quizás no es casualidad: ambos directores han establecido una vía de intercambio entre ellos -Spielberg le produjo a Eastwood el díptico conformado por La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima, y el segundo tomó la posta de la realización de Francotirador, que era un proyecto originalmente a cargo del primero- pero además suelen recurrir a procedimientos similares de puesta en escena. Ambos trabajan desde la sutileza, desde una cámara en constante movimiento, pero que se traslada sólo lo necesario, sin hacerse notar, porque es consciente de que lo importante está en el plano, de que ahí suceden los hechos, con los sujetos y las acciones involucrados. En el caso de Puente de espías, lo que adquiere mayor importancia es la mirada, pero no en un sentido pasivo, sino como instancia previa al accionar, a hacer algo, a buscar cambiar las cosas, con lo que la contemplación ingresa en una vertiente transformadora. Es la mirada que establece un vínculo, que se hace cargo, en la que cada individuo puede hacer su pequeña parte, aportar su granito de arena, tenderle la mano al que está cerca y necesita su ayuda.
Algunos podrán ver esto como una apología del intervencionismo -es decir, cómo Estados Unidos se mete en todas partes del mundo con la excusa de que no se puede quedar estático ante lo que considera injusticias-, pero se estaría -una vez más- malinterpretando y hasta subestimando a Spielberg, y también a Hanks. Lo que se impone en Puente de espías es una visión cercana al idealismo, a lo que ellos suponen que representó -y podría volver a representar- el gran país del Norte. Si no fuera así, sería difícil de explicar el análisis despiadadamente paródico que hace la película de los actores intervinientes en todo ese berenjenal que era la Guerra Fría -ni las instituciones soviéticas ni las estadounidenses quedan bien paradas, siendo expuestas en su cinismo y hasta exponiéndolos en sus frágiles mascaradas-. Lo que nos tiran Spielberg y Hanks en la cara era lo absurdo de ese momento político, el odio que no terminaba de estallar, traducido en un miedo que llevaba a situaciones tan insólitas como terribles. Parecieran decirnos, silenciosamente, que la idea de construir un muro separando a una maravillosa ciudad como Berlín es la peor idea de todos los tiempos, el extremo de lo inexplicable.
Frente a esto, lo que prevalece en el film son determinados valores vinculados a lo afectivo, a la aceptación del otro, a la conciencia plena del deber ético y moral. Puente de espías es una película esencialmente sobre la amistad nacida de ese reconocimiento de un igual en cuanto a determinados principios cuando a primera vista podría ser un enemigo, sobre cómo lo que importa es tener la certeza de que se hizo todo lo que se pudo, sobre aferrarse a esas creencias que preservan lo humano. Y claro, sobre mirar, y hacerse cargo de qué es lo que se está mirando, sobre ser un espectador activo y permitirse que esa mirada transforme lo que se está contemplando. Sí, Spielberg y Hanks -en su mejor trabajo conjunto- nos hablan a nosotros, espectadores, pidiéndonos que nos hagamos cargo de qué estamos mirando, de qué es lo que ha sucedido antes para tomar conciencia del panorama actual, para activar y transformar. De eso también se trata el cine. Y Puente de espías es cine.