Postales de una niñez periférica
El debut en el largometraje de Giulianelli, que viene de competir en el Festival de Pusan, adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta: fragmentos, situaciones discontinuas, momentos.
Hace unos años pasó por la cartelera porteña, casi sin que nadie se enterara, una película argentina que lograba dar cuenta del mundo de la infancia desde una distancia justa y parca, en la que no había lugar para condescendencias o idealizaciones. Se llamaba Buenos Aires 100 km, la dirigió el graduado de la FUC Pablo José Meza y se editó poco después en DVD. Ahora, Puentes –que se estrena en una única sala, la de Arte Cinema, en Constitución– intenta un acercamiento semejante al mismo planeta, con logros algo menores. Como Buenos Aires 100 km, Puentes llega a la cartelera casi en silencio. Aunque su realizador, el treintañero Julián Giulianelli, también cuenta, como Meza, con papeles en regla –estudió en la FUC y en San Antonio de los Baños– y la propia película tuvo un recorrido previo por festivales. Buenos Aires 100 km llegó al estreno tras pasar por San Sebastián, Huelva y La Habana. Puentes lo hizo, en octubre pasado, en un festival más atípico. Más legendario también, en términos de cinefilia dura: el de Pusán, en Corea.
Ambas películas hablan de una niñez periférica. Los protagonistas de Buenos Aires 100 km vivían en una pequeña ciudad de provincia. Los de Puentes son chicos de clase media de alguna zona del conurbano, que aunque no se menciona podría ser del Oeste. Haedo o Ramos Mejía, pongámosle. Son tres compañeros de escuela pública, Matías, Tomás y Pedro, que juegan picaditos en la zona, a veces se ratean del cole y miran pasar los trenes, desde arriba. “Algún día deberíamos tomar el tren”, dice Tomás. “¿Para ir a dónde?”, pregunta Pedro, que de los tres es el menos propenso a las aventuras. “No sé, para donde vaya el tren...”, contesta Tomás. Que, lejos de ser un salvaje, es el que en los picados se agarra a trompadas. El que se anima a falsificar la firma de los padres. El que, cuando vea un arma, se la va a quedar. Primero, parece que para jugar. Pero el arma está cargada, y a la siguiente discusión en el potrero Tomás va a sacarla. El viaje en tren a la ciudad de noche, que da tanto miedo como curiosidad, será, finalmente, algo así como un homenaje a él.
A diferencia de Bs. As 100 km, que tenía menos resquemores dramáticos, Puentes adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta. Y lo que capta la cámara –bien llevada por Gustavo Biazzi, de destacada tarea en Castro– son fragmentos, situaciones discontinuas, momentos. Ninguno de ellos epifánico o revelador. Salvo una escena clave, en la que se echa mano de un perfecto fuera de campo. En este tipo de enfoque son esenciales las largas caminatas, los tiempos muertos, los paréntesis. Martín, Pedro y Analía, hermana de Tomás, andan por Buenos Aires de noche, van a unos jueguitos, paran para comer una pizza, hablan poco. Se cruzan con unos pibes chorros no tan chorros, con uno que manguea comida o cigarrillos, con unos malabaristas (¿referencia al “mágico mundo de la infancia”, acaso?) y, en algunos diálogos, se ponen al borde de un porteñismo alla Pelota de trapo. Durante una hora y cuarto el espectador los observa, a medio camino entre el interés, la tenue expectativa y una cierta abulia, como de siesta infantil.