Grises motivos de la infancia
Si aquello de que “la escuela es el segundo hogar” siempre sonó a frase patricia o cazabobos efectivo para estirar el adoctrinamiento recio, la ópera prima de Julián Giulianelli viene a confirmar el enunciado desde su costado más salvaje. Tres amigos, Tomás, Pedro y Matías, compañeros del mismo grado, no sólo comparten pupitre sino también situaciones familiares análogas. La abulia a la hora del almuerzo y la cena, sazonadas con las mismas frases calcadas de las de ayer, tienen correlato con una vida escolar en donde el trato que les propina su maestra parece ir de la mano con aquello que viven en sus casas. Cuando no están en el colegio o en sus hogares la cosa no es mejor: a los tres chicos les da lo mismo patear una pelota que una piedra, sus charlas no pasan de aquello que se puede decir –y pensar– a los 12 años, y los días pasan entre los dichosos puentes (donde el más conflictivo de los tres, Tomás, lanza el deseo de tomar “uno de esos trenes que pasan”) y el aburrimiento compartido. Hasta que a mitad del film sucede algo en la escuela que no conviene revelar, y lo ubica en una zona trágica que Giulianelli prefiguró con su retrato de pueblo chico un poco desangelado, donde lo excitante pasa por prohibido y a la vez demasiado extremo. A partir de ahí, hay un viaje a la Capital hecho por los chicos que funciona como un intento de relato de iniciación y de pérdida de la inocencia. El problema es que las cartas están echadas mucho antes, y a pesar del saludable regateo que Giulianelli le hace al efectismo y al golpe bajo, el film ha quedado mal herido y queda sólo en correcto.