El general de entrecasa
La figura de Perón en el exilio es reconstruida por Víctor Laplace no sólo desde la actuación sino desde el guión y la dirección de una película, que con estructura clásica se basa en hechos reales pero que dejan lugar a la libre interpretación de lo ocurrido en las diferentes etapas que duró la proscripción del líder popular y su regreso al país.
Con el mérito de una sólida puesta en escena que no descuida ningún elemento histórico ni de ambientación, el relato comienza el día en que el general cumple 77 años, se peina frente a un espejo y luego recibe el saludo de Isabelita (meritoriamente interpretada por Victoria Carreras). También una joven -a quien no le permiten el acceso por razones de seguridad- le alcanza como regalo una grabadora para que cuente sus memorias. Éste es el pretexto del guión para organizar la narración, ya que como si fueran los capítulos de una autobiografía, el general se decide a evocar y rotular en antiguas cintas grabadoras los diferentes momentos que atravesaron su alejamiento forzado del país.
La trama, que si bien está basada en hechos históricos, cuenta con ciertas licencias como ésta, para poder encauzar el relato, corresponde a un cine narrativo donde no se dejan detalles librados al azar, pero donde también hay una fuerte construcción de los personajes el de Isabelita, López Rega, Jorge Antonio y Galimberti- sobresalen sin cargar las tintas pero esbozando el misterioso entorno que alojó esa residencia en las afueras de Madrid donde convergieron políticos de distintas líneas, estudiantes, sindicalistas, turistas y curiosos.
Entre la historia y el espectáculo
El personaje de Perón vuelve a estar en la piel de Víctor Laplace, el actor que más veces lo ha representado, aunque esta vez, con la figura del general en plena madurez logra una evolución en la forma de encararlo, donde el mito está mucho más humanizado y menos estereotipado, aunque demasiado discursivo. En una gran parte del film dispara frases entre didácticas e históricas, punzantes, ingeniosas o retóricas a través de recursos como la voz en off, la escritura de una carta o las charlas de café con su heterogéneo grupo de seguidores. Ese Perón, que por momentos cae en el estereotipo, también logra salir del cliché a base de humanidad, cuando sus gestos más que políticos son los de un hombre dolorido atravesado por la duda, de la que se sobrepone con ideales y el apoyo de los que lo rodean.
Se trata de una evocación nostálgica, desde la admiración humanizada y sobre todo desde el afecto de la memoria. En ese tono son constantes del retrato: un Perón de carne y hueso, que sufre el exilio, la proscripción. Que se emociona con el recuerdo de su madre, que sufre frente al cadáver ultrajado de Evita... que teme, que está afectado por la vejez y un cáncer de próstata que avanza y que pese a todo se decide a retomar el poder. Deja instalado un perfil simpático que une la leyenda, la historia y lo subjetivo que lo acerca más al perfil de un artista: entre la nostalgia tanguera con sonrisa de Gardel y la de un intelectual no ortodoxo que lee con humor y paciencia al Martín Fierro y que “como el ave solitaria con el cantar se consuela”.
Oscilante entre lo retórico y lo humano, el film no insiste en el tono militante y seguramente por eso logra funcionar como una película que interesa y entretiene. También es como una clase de historia dinámica, en la que más allá de la carga ideológica sirve para preguntarse sobre el pasado argentino aunque sea desde una ficción. Tal vez la mayor objeción que se le puede hacer a la película viene por el lado de su lectura política. “Puerta de Hierro” es condescendiente y superficial al narrar una suerte de historia oficial sobre la que nunca se propone ir más allá. El resultado es un relato tibio, que no se atreve a juzgar al prócer pero insiste -eso sí- en su carácter conciliador y no violento, esquivo a los cambios revolucionarios con derramamiento de sangre.