El poeta Guillaume Apollinaire aseguraba que Fantômas, la saga literaria de los franceses Allain y Souvestre, había encontrado en el cine, merced a un público entusiasta, el poder imaginativo que sugería la letra. Y Daniel de la Vega, director argentino con buen ojo para captar la esencia popular de los géneros menospreciados, encuentra en la escurridiza figura del Fantômas cinematográfico la mejor inspiración para su villano Espectro, el enemigo mortal del sagaz detective Boris Domenech.
Ese mundo de enigmas de alcoba, fronterizo con el horror, nutre la imaginación de Luis Peñafiel (Osmar Nuñez), escritor al que De la Vega viste de la ambigüedad prestada de la serie negra, del alcoholismo y el talento mancillado por las envidias públicas. Por ello la película, como un gran hallazgo, entrelaza el misterio literario del cuarto cerrado con la encrucijada creativa del escritor, la estética frontal del cine mudo de Feuillade con el contraluz del noir de los 40, las citas a la colección Séptimo Círculo con los dilemas de prestigio de todo autor de best sellers.
Pese a algunas afectaciones de estilo y actuaciones dispares, la película se desprende de la cárcel del homenaje para nutrirse de energía a medida que se acerca al turbulento corazón de Peñafiel. Como su ciego detective, a tientas entre los hilos de la ficción, el héroe de De la Vega le debe más al cine que a la letra, a la paranoia de su mente que a la verdad de su creación.