Resolver el enigma de la habitación cerrada. Esta es la cuestión que define la relación entre el escritor Luis Peñafiel (Osmar Nuñez) y el crítico literario Edgar Dupuin (Luciano Cáceres), los protagonistas de la nueva película del director Daniel de la Vega (Necrofobia, Hermanos de Sangre, Ataúd Blanco). A estos dos personajes se sumará Lupus (Rodrigo Guirao Díaz), un narrador principiante que asiste junto a ellos a un evento en el que Peñafiel expone sus apreciaciones y teorías sobre el género policial. Durante la ponencia del autor, Dupuin aprovecha para atacar su estilo literario y dejarlo en ridículo frente a todos los presentes. Esto provoca la ira de Peñafiel y lo incita a tomar la drástica decisión de entregarle al crítico el borrador de su futura publicación, en la que el novelista dice haber resuelto el arduo dilema del espacio aparentemente infranqueable. Y este tendrá la posibilidad de poner en práctica su teoría cuando un cuerpo aparezca asesinado en un cuarto cerrado por dentro, solo que esta vez el objetivo será demostrar su inocencia.
A partir de ese momento en el que la resolución del homicidio se torna central, Peñafiel comienza a experimentar un estado de ceguera similar a la de su alter ego literario, el detective Boris Domenech. Este es uno de los tantos elementos que componen el «asalto» a la realidad por parte de la ficción en el film. Dicha cuestión se puede apreciar en otros detalles como, por ejemplo, el número del dormitorio en el que se hospeda Peñafiel, que coincide con el de la habitación en la que ocurre el asesinato de la mujer ciega -protagonista del relato que abre la película-, en la presencia de las máquinas de escribir como dispositivos que dejan pistas, y hasta en el nombre del gato que transita por las habitaciones del hotel llamado Boris. Sin embargo, la cúspide de este entrecruzamiento entre lo ficticio y la real se produce en el momento en el que Peñafiel despierta vestido como Espectro, el villano/asesino de sus relatos, durante la mañana en la que hallan el cadáver. Esas inteligentes decisiones de guion, junto con el gran trabajo de fotografía a cargo de Alejandro Giuliani y la banda sonora de Luciano Onetti, componen una atmósfera tan tétrica como desconcertante. Sumado a estos gestos estéticos, el trabajo con una temporalidad y una espacialidad indefinidas, además de provocar que la historia se sienta más apegada a Inglaterra de finales del siglo XIX que a Argentina de principios del XX, aportan al film una faceta entre fantasmagórica e inasible.
El vínculo con la tradición británica no es un dato menor debido a que De la Vega recupera dos de los artilugios primordiales del universo literario, cercano a autores como Agatha Christie y Arthur Conan Doyle: el enigma y los procedimientos deductivos. Otros aspectos como el crimen organizado, los conflictos callejeros y el trasfondo social típicos del film noir norteamericano no están presentes aquí. Pero lejos de erigirse como una mera mueca celebratoria del acervo inglés, esta elección también encuentra sus inspiraciones e influencias en la herencia narrativa local, representada principalmente por autores como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Al mismo tiempo, existen puntos de contacto con las películas policiales argentinas de la década de 1930, sobre todo las dirigidas por Carlos Hugo Christensen y Manuel Romero. Ese diálogo con los clásicos del género no es meramente referencial, sino que también se manifiesta en dimensiones técnicas, como por ejemplo las formas casi teatrales de las actuaciones, la cualidad filosa y desafiante de los diálogos, o la gran cantidad de cliches que, lejos de resultar molestos, dotan de clase al film. Algunos de esos rasgos típicos son el uso del blanco y negro, el relato dentro del relato, el viaje en tren, la disposición de la acción en un sitio apartado y la presencia de detectives investigadores -interpretados por Daniel Migiloranza y Diego Cremonesi.
La fortaleza de Punto Muerto se encuentra inclusive en la justificación de su título. Tanto el impedimento para captar lo que pasa alrededor como la incapacidad de afrontar los dilemas de la realidad mediante la lógica implementada en la ficción, además de funcionar como una urticante ironía respecto a la utilidad del oficio literario/artístico, arrastran la tensión a un escenario permanentemente impredecible e inquietante -sobre todo a partir de la constante utilización de los plot twist-. El director nunca nos sirve las respuestas en bandeja. Su gran manejo de los recursos formales le permite construir un film contundente y atrapante, que además cumple con los puntos que, según el propio Luis Peñafiel, son constitutivos de los buenos relatos policiales: la sencillez, el lugar en el que se ubica al asesino y un final predecible pero sorprendente.