En su ópera prima, María Silvia Esteve recompone la vida de su madre a través de filmaciones caseras en VHS y del diálogo con sus hermanas. Hace algunas semanas tuve la oportunidad de ver, y de escribir la crítica, de Ficción Privada. Al igual que Andrés Di Tella en este film, y que Agustina Comedi en El silencio es un cuerpo que cae, María Silvia Esteve recupera archivos caseros en formato VHS con el objetivo de reelaborar, y a la vez desentrañar, la historia de su madre Silvia Ema Zabaljáuregui. Los fragmentos seleccionados capturan momentos cruciales de la vida de Silvia -tomando como evento inaugural su casamiento con Carlos Alberto Esteve, el 17 de marzo de 1983-. A partir de allí, nos encontramos con acontecimientos tales como la celebración del primer aniversario de casados, los nacimientos de sus tres hijas, los cumpleaños y bautismos de las niñas, o los festejos navideños. Estas imágenes exhiben a una familia tipo-burguesa-ejemplar cumpliendo con el precepto tradicional de registrar la consumación de ciertos ritos iniciáticos, en pos de dejar para la posteridad la estampa de una intimidad normal y estable. Esa aparente situación de paz y alegría es puesta en cuestión, e incluso negada, por los testimonios orales -que aparecen mediante la voz en off-, tanto de la propia realizadora como de sus hermanas María Victoria y María Alejandra. De este modo, nos enteramos de episodios de violencia física y verbal sufridos por Silvia, de los problemas de Carlos con el alcohol y del vínculo conflictivo de Silvia con su madre Leda. Lejos de estancarse en un tono melodramático o ampuloso, la realizadora se permite exponer sus descontentos y desacuerdos con su madre, a la vez que busca entender el por qué de algunas de sus decisiones. En ese intersticio, entre la toma posición respecto a los hechos del pasado y la intención de comprenderlo, aparece el peso político del film, ya que se dejan entrever problemas socio-históricos, económicos y sobre todo de género que parten de la figura de Silvia pero que la exceden. El sometimiento a las decisiones de los hombres, la ausencia de un entorno familiar que sirva como sostén afectivo, o las situaciones de enfermiza desconfianza que atan a Silvia a los designios de su marido y su padre dan cuenta de su padecimiento personal, y al mismo tiempo exponen las dificultades que aun hoy en día atraviesan muchas mujeres. María Silvia Esteve, Silvia, Silvia Ema Zabaljáuregui Del mismo modo que con la voz en off, la directora se vale de varios de recursos formales para evitar la monotonía de lo visual -que consta casi en la totalidad del metraje de los videos familiares-. En principio, el montaje juega un rol fundamental. La utilización del ralentí para subrayar los recuerdos decisivos; la reiteración permanente y el detenimiento en el casamiento de sus padres como punto de partida para el calvario posterior; y la inclusión de imágenes dañadas por el transcurso del tiempo, son algunos de los mecanismos que ayudan a sostener el ritmo de la narración. Cabe destacar, en este aspecto, la inclusión de escenas de Lo que el viento se llevó. Este juego con la ficción no es para nada gratuito, ya que en principio nos remite al fanatismo de Silvia por el personaje de Scarlett -interpretado por Vivien Leigh-, pero a la vez nos habla de ciertas responsabilidades asumidas por Silvia en la adversidad -sobre todo de su pasión por cuidar aquello que le pertenecía-. La dimensión sonora resulta igual de importante. Esto no se debe únicamente a las tensiones que se generan entre las declaraciones de las hermanas y lo registrado en las grabaciones, o al empleo preciso de la música orquestal como dispositivo dramático, sino también a la preservación de las discusiones y de las diferentes versiones de los hechos que tienen María Silvia, Alejandra y Victoria. De esta forma, el pasado se manifiesta tan complejo como inasible -es decir, en su carácter impreciso y espectral-. Si de cualidades fantasmagóricas hablamos, la más preponderante es sin duda la ausencia de la protagonista en el presente. Pese a que escuchamos su voz y que la vemos en movimiento en las filmaciones, su historia -la que nos importa, la que subyace a esas falsas postales-, nos llega mediante las palabras de sus hijas. Por supuesto que ese es el motivo central del film, la reconfiguración de la memoria de un ser que ya no está, pero el hecho de que alguien pueda convertirse en protagonista de una película a partir de un material que no se registró con la intención de ser difundido -o sea, más allá de su voluntad-, sin duda implica y sugiere un enlace con lo intangible. Allí surge otro dilema que aporta mayor riqueza al documental y que puede ser resumido en este interrogante: ¿no son acaso Carlos y Silvia coautores de esta obra? Combinación de desahogo, reconciliación y crítica, Silvia se consolida ante todo como un documento que expone la estrecha relación entre lo personal con lo político, y lo íntimo con lo histórico. En este relato tan desordenado y caótico como la propia memoria y la vida que se intenta evocar, la incorporación de puntos de vista contrapuestos y de contrariedades no le impide a la directora construir un relato en el que la empatía le gana la carrera a la mera justificación -inclusive superando las propias limitaciones de las declaraciones de la realizadora, quien en un momento del film dice «no puedo no justificarte, fuiste la única que trató de darnos amparo en el infierno»-. Al valor político que adquiere en el actual contexto de crecimiento de la lucha feminista, se le suma la contundencia emocional presente en la rememoración del vínculo madre-hija. No por nada, la última frase que oímos decir a Silvia y que cierra la película es: «soy tu madre».
Andrés Di Tella reconstruye la historia de sus padres a través de un conjunto de antiguos escritos y fotografías, a la vez que rememora su vínculo con ellos. Existen algunas creencias en torno al ejercicio de tomar fotografías, un tanto vetustas pero a la vez considerables, que lo consideran como un procedimiento mediante el cual se extrae una fracción del alma de aquello que es fotografiado. Sumado a esto, podemos sostener con mayor certeza que cada imagen se erige como un material resistente, como un recorte capaz de retrotraernos a historias conocidas, pero a la vez habilitar múltiples especulaciones cuando la mirada parte de una posición de ajenidad. Si pensamos además en las fotografías impresas -más típicas del siglo pasado- también es crucial el valor testimonial que se esconde en ellas en tanto objetos -en su dimensión física y en los instantes capturados-. En definitiva, podemos afirmar que las fotografías -como las cartas, los videos y las diapositivas-, configuran experiencias parciales. Nos devuelven un fragmento que nos puede poner de frente a un melancólico vacío, pero también nos permiten alimentar la inventiva y especulación ficticia a partir de sus misterios. Andrés Di Tella (Prohibido, Fotografías, 327 cuadernos) se sirve de la correspondencia y los archivos familiares en pos de reconstruir la historia de su padres, Torcuato y Kamala. Recorremos, de esta manera, las experiencias de la pareja -su primer encuentro, los viajes que realizaron, su compromiso político, los conflictos que tuvieron que atravesar-, pero a la vez nos aproximamos al espíritu del siglo XX, marcado por la revolución sexual, las rupturas con los mandatos familiares, la militancia, la intelectualidad, el cosmopolitismo y, por supuesto, por cierta frustración hacia el final. De todos modos, cabe aclarar que no solamente estos factores le permiten al realizador sostener la idea de que en las vivencias de sus padres se vislumbra la fábula del siglo pasado. La empresa de la familia Di Tella, llamada SIAM, fue una de las más importantes de la Argentina entre 1917 y 1940 -año en que llegó a consolidarse como la compañía metalmecánica más grande de América del Sur-. Al mismo tiempo, su padre llegó a ocupar los cargos de Secretario de Cultura de la Nación y de Embajador de Argentina en Italia. Por ende, a pesar de que el documental se centre en una faceta más bien sentimental e íntima, también es evidente que no se trata de una historia del todo anónima. En este sentido, la decisión del director de no hacer mención al rol político de su padre resulta provechosa -por la demarcación que le ofrece a la trama, y a la vez por la fuerza poética de esa omisión. Ficción privada, Andrés Di Tella La construcción del film también suscita una serie de consideraciones. La voz en off empleada para narrar las vivencias de Kamala y Torcuato, y a la vez como medio de lectura de las cartas y de reflexión en torno a estas, le permiten a Di Tella eludir la posible monotonía del recurso. Por supuesto que debemos destacar aquí tanto a Denise Groesman y Julián Larquier Tellarini -encargados de poner voz a las palabras escritas de Kamala y Torcuato, respectivamente-, como a Edgardo Cozarinsky -quien participa aportando lecturas e ideas sobre lo que consiste revisar y exponer el pasado-. Tanto en el momento de la interpretación de sus roles como durante los ensayos, los vemos comprometidos con los materiales y, a la vez, conmovidos con su contenido. Del mismo modo, la puesta en pantalla de los momentos de discusión en torno a los posibles secretos detrás de cada documento, como también del making off de algunas escenas, dan cuenta de ciertas limitaciones, pero también dejan entrever el estado de duda e incomodidad detrás de la realización -sentimiento que es expresado por el propio director-. De la misma manera en la que el documental logra transmitir su vitalidad y el ánimo errático de quien la dirige a través de sus propios procedimientos, también vale decir que la emotividad brota de las anécdotas y las memorias que se recuperan. Las reflexiones del realizador en torno a la energía mortuoria y la situación de angustia que le produce el encuentro con su pasado refuerzan la contradicción que él mismo parece transitar -entre el disgusto nostálgico y el compromiso asumido con «sus muertos»-. Sin embargo, la tensión crucial se presenta en el hecho de dar a conocer una historia privada que no cuenta con el permiso de sus personajes principales. La idea de declarar sus inquietudes, pero al mismo tiempo no detenerse en la elaboración del film posibilita esa fusión entre el costado introspectivo y la mirada crítica. Paralelamente, Di Tella se permite cuestionar el hecho de que sea él, en tanto hijo, quien narre la historia de Kamala y Torcuato. A diferencia de lo que ocurre con la información en torno al líder de la Revolución Haitiana mayormente brindada por sus enemigos -como nos enteramos por las cartas de Torcuato, quien estaba interesado en este acontecimiento durante su juventud- aquí los datos son brindados por un «aliado» de los protagonistas, o sea por una mirada condicionada. El ejemplo de la mencionada Revolución Haitiana como recuerdo que le sirve al narrador para pensar la ficción en proceso y como excusa para ordenar los sentimientos en juego, no es el único importante en el film. Tal vez el más preponderante sea el del encuentro con un antiguo violín en una exposición de un museo a la que asistieron los padres del director. Según nos enteramos, Kamala se pregunta qué pasaría si alguien intenta tocar ese viejo instrumento ya deteriorado con el paso del tiempo, sí el hecho de romperlo también deshace el pasado que contiene. Podemos pensar que allí se juega la propia apuesta de Ficción Privada. Una obra en la que la búsqueda y los interrogantes valen más que las certezas. Di Tella transpone con pericia su fragilidad y sus titubeos frente a los recuerdos visuales y escritos de sus padres, pero a la vez aloja sus ansias de proyectar hacia el futuro al compartir su trabajo y sus pareceres -y algunos momentos en pantalla-, con su hija Lola. Sin duda alguna se trata de una propuesta en la que convergen el valor histórico, poético y político, y en la que a la vez se conserva el pulso latente de un pasado que parece resistirse al olvido.
Martín Perino, un joven y virtuoso pianista argentino, pasa tres años internado en el Hospital Borda. Luego de ser dado de alta intentará reconfigurar su vida social y trabajar en la composición de su obra “Enfermaría”. «El florero es como nosotros, hace mucho que está, es de acá, es frágil y a pesar de su fragilidad todavía no se rompió». Dicha frase, elaborada por un paciente que no es nombrado, es enunciada por un cura de la parroquia del Hospital José T. Borda, durante el acto celebratorio que da inicio a este primer largometraje dirigido por Artemio Benki -usualmente productor-. Junto con la escena siguiente, en la que el protagonista realiza una terapia que consiste en hablarle a la cabeza de un maniquí con doble rostro -uno bondadoso y otro demoníaco que representa «la otra parte de nosotros, la tentación a acercarnos a aquello que nos daña»-, definen al personaje principal y a la propuesta temática del film. Martín Perino, el protagonista en cuestión, es un talentoso pianista que atraviesa tres años aislado en el Borda, luego de sufrir un colapso nervioso que derivó en esquizofrenia. Pero no se trata solo de un extraordinario músico, sino además de un hombre que en su infancia fue calificado como «niño prodigio», e incluso llegó a brindar un concierto en el Teatro Colón con apenas diez años de edad. Lejos de resultar idílica, esa realidad signada por el prestigio y los múltiples reconocimientos, estuvo marcada también por una gran presión externa e interna y por la transformación de la actividad musical en una obsesión insalubre. Estos escollos provocaron el quiebre emocional de Martín, y suscitaron su ingreso en la institución psiquiátrica. Sin embargo, el film no solo se centra en las vicisitudes y los conflictos que experimenta Martín durante su hospitalización, sino que además plantea otro problema crucial que es el de la recomposición de la vida social, a partir del momento en que este recibe el alta médico. La libertad se presenta como una circunstancia conflictiva, ya que frente a la ausencia de una red de contención social, y debido a la falta de actividades que permitan la estabilidad económica y psicológica, esta pasa a convertirse en caos. Esa paradoja que representa el retorno al afuera, la soledad cotidiana en la que se encuentra sumido Martín tras su salida, y las heridas anímicas y existenciales que este acarrea desde su niñez, son tratadas como marcas de un contexto cultural estructurado mediante reglas y patrones de comportamiento dañinos y opresivos. La búsqueda de perfección y la inculcación de una autoexigencia malsana como fundamento vital, en el caso de Martín ambas infundidas por su madre, son las causas que propician la caída del protagonista -y probablemente de muchas otras personas-. Resulta interesante observar cómo incluso su inteligencia y su capacidad para transmutar en palabras su dolor, le resultan herramientas insuficientes para afrontar su malestar. Solo, Martín Perino, Artemio Benki En lo que respecta al registro, Benki tomó la curiosa decisión de construir un documental de tipo observacional, que en ocasiones parece rozar lo ficticio. Lejos de volverse un inconveniente, la idea de no recurrir a ciertos mecanismos clásicos del género, como por ejemplo la voz en off, las entrevistas o las imágenes de archivo, dota al film de un vigor dramático llamativo. Sumado a esto, el manejo de la cámara, junto con la selección y reiteración de ciertos planos y escenas, logran configurar la cotidianidad solitaria, intranquila y apesadumbrada que transita Martín. Los planos de sus manos sobre las teclas del piano o sosteniendo un cigarrillo de forma nerviosa; los instantes que lo muestran fumando compulsivamente o preparando su medicación; así como la exposición de su padecimiento físico ante la falta de un piano que le permita descargarse, son algunas fracciones narrativas y visuales en las que se condensa su situación. La utilización de la obra «Enfermaría» como motivo musical que atraviesa toda la película también forma parte de los aciertos del realizador. Por un lado, porque transforma a Martín en el autor del soundtrack del film sobre su propia vida, y además porque consigue reforzar, desde lo sonoro, la preponderancia y a la vez la contrariedad que representa la música para él. Solo no es una simple historia de superación personal autoconclusiva, sino un relato sobre la reconstrucción del pasado y la constitución de la vida social como procesos en permanente curso. La película se vale de una historia particular para dar cuenta de cómo las imposiciones sociales, las demandas de perfección y los estándares de conducta excesivos pueden llegar a ser perjudiciales, a tal punto de convertir el talento en tortura y la pasión en manía. Ese trabajo con lo paradójico, resulta crucial porque define el doble impacto que tiene la música sobre el protagonista, ya que por un lado funciona como actividad curativa pero a la vez constituye uno de los motivos principales de su reclusión social y de sus contratiempos psicológicos y anímicos. El director toma la adecuada determinación de no idealizar la figura de este artista ensimismado y aquejado, sino que se encarga de exhibir el verdadero semblante del dolor, al mostrar lo complejo que resulta vivir plenamente al padecer una enfermedad psiquiátrica, sobre todo en un contexto en el que la contención social y las prácticas de inclusión no están garantizadas.
Ocho (Juan Barberini) es un joven argentino que viaja a España, más precisamente a Barcelona, para pasar allí sus vacaciones. Los primeros días de estadía transcurren sin demasiada emoción. No dialoga con otras personas, come algo dentro del departamento en el que se hospeda o en algún bar lindante, deambula por la ciudad, contempla el paisaje y el andar de los transeúntes desde el balcón, o se masturba mirando algunas fotos en Grindr -una aplicación de citas destinada a hombres homosexuales, bisexuales y transexuales-. Su situación se modifica a partir del encuentro con Javi (Ramón Pujol), un español de una edad cercana a la suya a quien ve pasar a diario -distinguiéndolo principalmente por lucir una inconfundible remera de Kiss-. Luego de un primer avistamiento desde su ventana, y de un segundo acercamiento en la playa, Ocho finalmente invita a Javi a subir a su departamento. Tras una breve charla se produce un intenso encuentro sexual que concluye con una despedida un tanto fría, en la que de todos modos terminan pasándose sus respectivos números de celular. A la brevedad, los protagonistas planifican una salida en la que salen a comer. En esta situación descubrimos, a través de la charla que mantienen, que ya se habían conocido en el año 1999.
El primer largometraje dirigido por Justin Dec es, ante todo, un claro ejemplo de cómo el cine de terror se ha convertido, salvo excepcionales casos, en un terreno fallido de experimentación cinematográfica. Pero vayamos en orden. La película inicia en una escena que tiene como motivo una fiesta llena de adolescentes. Un subgrupo allí presente se encuentra jugando a las cartas, y una de las chicas se queja por un posteo de Instagram en el que una amiga presume su veganismo. Ella, igual de engreída, dice que puede controlar su peso sin necesidad de volverse vegana, gracias a una aplicación llamada «Countdown to Skinny». Otra muchacha decide curiosear en Internet y eso lleva a encontrar Countdown. Esta app, supuestamente, permite saber con exactitud el momento en el que morirán los usuarios que la descarguen.
«Si vienes, es en paz», reza el cartel de ingreso a Bacurau, un apartado condado ubicado en el nordeste del Pernambuco que acarrea serios inconvenientes como la escasez de agua potable, o la poca disponibilidad de alimentos y medicamentos. Al mismo tiempo, el presente de la narración nos indica que Carmelita (Lia de Itamaracá), la matriarca y principal figura política del pueblo, acaba de fallecer a sus 94 años. Estos factores que tornan adverso el contexto con el que deben lidiar los habitantes, guardan un vínculo directo con la confrontación con la política nacional -representada en el personaje del candidato a alcalde conocido como Tony Jr (Thardelly Lima)-. Los residentes mantienen una relación de discrepancia y hostil con el dirigente. No solo lo acusan de ser el responsable de la falta de agua, sino que además manifiestan hartazgo frente a su falso y repelente asistencialismo -basado, entre otras cosas, en la entrega de comida y remedios vencidos-. La situación se vuelve aun más compleja a partir del avistamiento de algunos drones de espionaje en las áreas circundantes a Bacurau, y de la llegada de una extraña pareja de motoqueros al poblado -quienes, como sabremos a la brevedad, trabajan para un grupo de sicarios estadounidenses comandados por un ex militar conocido como Michael (Udo Kier)-.
Alice Langlois (Éloide Bouchez) recibe la noticia de que finalmente su solicitud de adopción ha sido aprobada por el Consejo Familiar -organismo estatal francés-. El niño en cuestión se llama Theo y fue otorgado al Estado por su madre Clara (Leila Muse), una joven estudiante quien resuelve que no se siente capaz de criarlo. Esta decisión activa un proceso burocrático complejo en el que diferentes actores e instituciones deberán articularse, velar por el bienestar del pequeño y finalmente encontrarle un hogar. Resulta muy interesante la minuciosidad con la que el film describe esos procedimientos. Se nos informa que Clara dispone de un período de dos meses para retractarse, vemos cómo un consejero familiar llamado Jean (Gilles Lellouche) se encarga de cuidar a Theo mientras espera una familia adoptiva, y se muestran los debates y tensiones que surgen entre los expertos de diferentes áreas en las instancias de búsqueda y elección de candidatos a adoptar.
El nuevo film de Nadav Lapid (Policeman, The Kindergarten Teacher) presenta una serie de factores problemáticos y, a la vez, interesantes para analizar.
Sobre los campos de soja ubicados en la zona rural entrerriana cae el rocío de pesticidas. Sara Godoy (Daiana Provenzano) vive junto a su hija Olivia en una pequeña casa aledaña a dichas plantaciones. Allí trabaja en la ordeña de vacas, y transcurre sus días dedicándose a la crianza de la niña. Su relación es intensa y al mismo tiempo frágil. Esta última cualidad se volverá notoria a partir del suceso central de la historia. Una noche, Olivia comienza a experimentar problemas respiratorios y su madre la traslada urgentemente al hospital de pueblo. Una vez en el establecimiento, el médico (Tomás Fonzi) le comenta que la niña presenta los síntomas usuales de las personas que sufren contaminación por agrotóxicos y que para poder realizar un tratamiento óptimo debe viajar a Buenos Aires, ya que el hospital no cuenta con los materiales necesarios para hacerlo. Frente a este panorama dificultoso, lejos de bajar los brazos, la protagonista toma la drástica decisión de involucrarse en el tráfico de drogas para poder costear la curación.
Filmar el presente y sus derivas conlleva un trabajo a conciencia con múltiples problemáticas que se entrecruzan. Verónica Chen (Vagón fumador, Agua, Mujer conejo), expone de forma precisa la relación entre conflictos sociales, familiares y personales, a la par del vínculo entre estos con el pasado y las proyecciones futuras, como claves para aproximarse a las tensiones y acuerdos cotidianos. En esta oportunidad la directora retoma la historia de Lola (Sofía Brito), una madre joven y trabajadora quien debe hacerse cargo de la crianza de sus tres hijos -Gus, Alejo y Rosita-. Los días de la protagonista se tornan más arduos debido a la ausencia de los padres de los niños y a la necesidad de vivir junto a su propio padre, Omar (Marcos Montes), con quien guarda una relación profundamente conflictiva desde su infancia, puesto que este no estuvo presente. Todo se complica aún más a partir del hecho central del film. Una noche, al volver de su jornada laboral, Lola descubre que sus hijos varones están solos en casa y que su padre se ha llevado a Rosita de compras. El tiempo transcurre, la niña y su abuelo no regresan y Lola decide acudir a la policía. Una vez en la comisaría, lejos de solucionar el problema o calmar su nerviosismo, descubrirá que su padre tiene antecedentes penales. Esto, junto con el relato de Pedro (Luciano Cáceres) quien le confiesa a la protagonista que Omar había trabajado en un prostíbulo durante su juventud, llevará a Lola a un estado de paranoia y desconfianza indecible.