El director de Diablo y Kryptonita vuelve a mezclar el policial del conurbano y la comedia (muy) negra en esta historia centrada en un personaje del que, al principio, descocemos todo. El muchacho, apodado “Ladilla” (Demián Salomón), está en un auto en medio del desierto, con polvo hasta en el alma, escuchando un programa de preguntas y respuestas sobre Racing, del que parece saber todo. El tipo llama, responde y se encamina a ganar, hasta que le cae del cielo un cuerpo sobre el capot y llega una mujer con traje de cuero (Moro Anghileri) dispuesta a matarlo.
La secuencia inicial –cuyo tempo narrativo y mezcla de gánsteres y absurdo recuerda a Quintin Tarantino– preludia un flashback sobre las circunstancias que llevaron a Ladilla hasta allí y los roles que ocupan en todo este asunto Nesquik (sí, como la cholatada) y la Chancha, una voz que controla todo desde su teléfono.
No conviene adelantar qué ocurre con la interacción de esta galería de personajes –algunos torpes, otros desquiciados, otros con todas esas características juntas–, ni las motivaciones de cada uno, durante los poco más de 70 minutos de esta película orgullosamente pequeña y concentradísima en una anécdota que genera situaciones hilarantes y disparatadas, algunas de notable inventiva y otras con una bienvenida impronta estilizada que entiende lo excesivo como elemento lúdico. Hay, es cierto, una acumulación algo excesiva de vueltas de tuerca demasiado engañosas en el desenlace, pero podría pensarse como otra pasada de rosca de una película... pasada de rosca.