Vendaval fresco en el cine argentino
Filmada con técnica de primera, con abundante humor negro, un guion inspirado y buenas actuaciones, la película de Loreti supone un auténtico festín.
El cine de género argentino aprendió de segunda mano lo que es la clase B. Esa segunda mano es la de Quentin Tarantino, que no hace género sino cita, parodia, guiño, metagénero. Además cuenta historias, claro, pero eso es lo que a nuestros filmadores se les escapó. Se quedaron con la superficie, lo exterior, lo que está más a la vista. Cortarle la oreja a un tipo mientras bailás, que se te escape un tiro y le vuele la cabeza a un pobre diablo, una pareja bailando à gogo, una espadachina clase A que convierte gente en géiseres humanos. Y eso es todo. No copiaron ni siquiera lo que vino después, hasta ahí llegaron. Kill Bill. 1 y 2. 2003. No sólo copian lo más superficial sino que atrasan 20 años.
Es aquí donde aparece una película como Punto Rojo, de Nicanor Loreti, y anula toda esa morralla insípida de un plumazo, construyendo una película de género con todos los elementos que tiene que tener cualquier película para ser buena, muy buena o buenísima: ir todo el tiempo delante del espectador, cruzar las historias que aparentemente no tienen relación, alternar ritmos y velocidades, tener un cast sin un solo punto débil, asombrar con una técnica de primerísima (de lo mejor que se haya visto en el cine argentino en mucho tiempo) y, claro, humor muy negro, cortos golpes a la cara, explosiones que parten la tierra en dos. Y también, claro, personajes. Presentada en la última edición del Festival de Mar del Plata, Punto rojo es un barajar y dar de nuevo para la comedia (muy) negra argentina de acción. Para darle algún nombre a un género que, como cualquier género, es todos los géneros.
Ya en la secuencia inicial está todo. Un Dodge usadísimo en medio de una zona semidesértica. Un chofer medio aburrido (el escasamente conocido Demián Salomón, que fuma como con rabia, alla Bogart). Mientras espera algo, Diego (Salomón) escucha distraídamente un programa de radio con preguntas y respuestas sobre la historia de Racing Club (la película está desaconsejada para hinchas del Rojo). Diego sabe todo: desde cuándo ganó la Academia la copa Beccar Varela (¿?) hasta la formación completa del equipo de José, enumerada a velocidad warp, desde Agustín Mario Cejas hasta Norberto Raffo. “Si yo sé más que cualquiera de estos giles”, cae en la cuenta, “por qué no llamo y concurso”. Llama, concursa y se va abriendo camino al premio de 200 mil dólares sin rivales a la vista.
Es allí que un piloto de combate cae literalmente desde el cielo, haciéndose pelota contra el paragolpes del auto. De ahí en más la narración avanza de modo acronológico, presentando nuevos personajes, uniendo líneas de puntos y llegando hasta una caja que contendría una bomba nuclear (homenaje explícito a la gema clase-B Bésame mortalmente). Pero todo va a parar al arquero de Arsenal de Sarandí.
Realizador de Diablo y las más autoindulgentes Kryptonita y 27, el club de los malditos, Loreti está aquí con todos los motores encendidos. Y mucho saber cinematográfico en juego. No cae en la ignorancia de suponer que una película de acción debe operar necesariamente por acumulación. Acumulación de tiros, de velocidad, de personajes, de situaciones, de duración infinitesimal de cada plano. Todo lo contrario. Deja durar los planos sin preocuparse por los hábitos de consumo del espectador de género. Hasta que rompe esos planos calmos con un corte brutal de montaje. Usa en función expresiva el fondo de la imagen, los espacios vacíos, breves irrupciones de animación, y con la ayuda de un fotógrafo de excepción (Mariano Suárez) le da al desierto (¿de San Juan?) la tonalidad broncínea del de Sonora en París, Texas. Lo demás son el pusilánime contact man de Edgardo Castro (personaje clásico del film noir) y, sobre todo, una irreconocible Marina Anghileri, en un papel de chica imposible de matar, cuya dureza hace pensar en la notable Michelle Rodríguez.
¡Y las puteadas! En ese sentido, Punto rojo es tan argentina como Los siete locos. El maestro de puteadores es el sorprendente Salomón, con sus “La concha bien de tu madre”, arrancado de una calle que no es de Los Ángeles, de Nueva York o Seúl, sino inconfundiblemente de acá. Y de acá, y no de cualquier parte, es de donde las películas argentinas de género deben ser.