Predicarle al coro
Hace no mucho tiempo atrás, los panfletos disfrazados de documentales filmados por Michael Moore generaban bastante ruido. Moore era conocido por todo el mundo como un (supuesto) paladín de la verdad, un periodista arriesgado y subversivo que no temía enfrentarse a quien fuera en su cruzada por la causa justa de turno. Se llenaban salas, vendía libros, aparecía en los noticieros. Hasta le daban premios, confirmando de paso que de arriesgado y subversivo no tenía un gramo, y Bowling for Columbine (2002) se llevaba el Oscar a Mejor Documental unos años antes de que Farenheit 9/11 (2004) obtuviera la Palma de Oro de Cannes.
Ahora se estrena ¿Que invadimos ahora? (2015), una película que, ya sin la urgencia de sus éxitos iniciales, deja todavía más al descubierto las grandes falencias y pocas virtudes de Michael Moore. Más allá de todos sus errores, los temas que Moore elegía en sus primeras películas eran al menos dignos Goliats. La tenencia de armas en USA, la guerra contra el terrorismo y el sistema de salud eran enemigos bien elegidos, incluso si su forma particular de abordarlos era incorrecta. En ¿Que invadimos ahora?, Moore parodia la tendencia americana a la invasión territorial planteando una invasión propia a países “que funcionan bien”, para apoderarse de aquellas buenas medidas que USA carece. Entonces va a Italia y queda fascinado por la cantidad de días de vacaciones, y viaja a Francia a maravillarse por la comida que sirven en las escuelas. Por supuesto que no se ahorra sus típicas trampas y, entre otras, muestra a los niños franceses asqueados por la comida chatarra americana, curioso suceso considerando que Francia figura sexta en la lista de cantidad de sucursales de McDonalds globalmente. Así con varios países, siempre con la superficialidad que lo caracteriza, tomando cada cuestión particular como si existiera en el vacío, incapaz de ahondar en tema alguno. Esta carencia de rigor y de la lógica más básica siempre estuvo en sus películas, pero en este caso se vuelve aún más notoria por la trivialidad de su planteo. El humor, el punto más fuerte de un realizador que no temía burlarse de sí mismo, sigue presente y es el único descanso en medio de tanta irresponsabilidad discursiva.
Moore solía recorrer sus películas con furia e indignación, y aunque fueran más panfleto que documental (porque no buscaba respuestas en el mundo sino que entraba con ellas de antemano y te las tiraba como ladrillazos), lograba llamar la atención sobre problemas reales. Pero ahora ni esa energía le queda y el resultado es una película dirigida para sus acólitos, para los que no necesitan argumentos sino aplausos por lo que ya saben, para los que entran convencidos esperando un nuevo sermón del predicador Michael.