Pequeñas nuevas obsesiones
Volvía Woody Allen a Nueva York con Que la cosa funcione (Whatever Works, 2009) y no fueron pocas las voces que aseguraron su adiós definitivo a Europa. Sin embargo, y más allá de que este mismo año estrene Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), las claves de este puntual regreso nos las da la propia película.
Y es que, a la vista de las imágenes del film, se diría que Allen está de vuelta para ajustar cuentas con la administración Bush, la derecha más recalcitrante y los fanatismos religiosos. Y lo cierto es que, aunque la postura del director no es ni original ni objetiva; más allá de que nos deje algún detalle poco sutil (la figura en primer plano del muñeco de cera de George W. Bush) o que en alguna reflexión a la cinta le falte profundidad y se quede en las meras ganas de polemizar (en especial acerca de los matrimonios no convencionales), ésta funciona.
Para ello, el director americano vuelve a cargar el peso de la trama sobre un personaje que trabaja como su álter ego: Boris es un neoyorquino para el cual, el sexo, la inestabilidad en las relaciones de pareja, la suerte o la muerte se presentan una vez más como la tierra sobre la que abonar sus grandes dudas existenciales. Sin embargo, esta vez, a parte de las citadas obsesiones, el protagonista adolece de una misantropía muy marcada que comulga con el tono general (bastante destroyer) del film y que, si tenemos en cuenta los tintes políticos de la misma, puede hacernos imaginar porqué el autor ha decidido colocarse detrás de la cámara para dejar su sitio al guionista Larry David (Seinfield, 1989-1998) en el papel de actor principal.
La política, pues, se torna más material que nunca en la obra del norteamericano en este nuevo trabajo para erigirse finalmente como una marcada disonancia dentro de su filmografía. Sin embargo no es la única en la cinta. Si atendemos a la condición social de Boris, veremos que no pertenece a la clase media alta a la que suelen estar vinculados los “Sujetos Allen”. Parece que el autor quisiera hacer un guiño a la América más desfavorecida, pero todo ello resulta postizo. Y es lógico: el neoyorquino es un hombre en cuya obra las grandes metas siempre han tenido que ver con el éxito. Su pensamiento, paradójicamente, tiene que ver más con la posición social que adquiere finalmente Melody, el personaje interpretado por Evan Rachel Wood (El luchador, 2009), que con la de su álter ego. Y, quizás por ello, el happy end de la cinta, a pesar de sus buenas intenciones y su capacidad para conmover por la actualidad de su reflexión, surge ciertamente forzado, simple y moralista.
A pesar de todo, las susodichas cavilaciones políticas y actuales, esas que parecen haberle obligado al autor a volver a Nueva York, asoman como los asuntos más enjundiosos y originales de un film que se pierde en ocasiones en las sobadas pasiones de uno de esos guiones que parecen salirle casi sin querer, pero en el que se echa de menos la alegría de sus primeros años. No obstante, el paso del tiempo también nos revela una madurez en el cineasta a la hora de filmar los interiores y los exteriores neoyorquinos, alejados, por fin, de la belleza de postal tan habitual de sus primeros trabajos.
Y es precisamente en esos espacios donde la obra nos regala algunos momentos de emoción genuina, como, por ejemplo, la secuencia en la que Melody sale por la noche con unos amigos y Boris se encuentra solo en su casa donde, en el silencio, parece descubrir la necesidad humana de la relación. Son estas escenas (junto con las nuevas obsesiones antes esbozadas) lo más relevante de un film, a priori, destinado al consumo rápido del fan.