Cada vez que asistimos a un estreno de Woody Allen, (y este es su film número 40 de los 41, que tiene en su haber) hay siempre una esperanza de talento: es innegable que ha sido y sigue siendo ese genio que dirige sus propios guiones, que los actúa directa o indirectamente, y mantiene un estilo con el cual ha construido una carrera y creado una filmografía, que aprecian sus devotos.
Desde su primer guión, que escribiera en 1965 para What`s New, Pussycat? (1965) de Clive Donner, su cine adhiere a un particular modo de retratar la realidad, donde implícita o explícitamente habla de sí mismo y, cuya base es el diálogo que surge en las relaciones de pareja, y alrededor de la gente que conoce, lo que permite el filtro de los aspectos personales, para enriquecer la sicología de sus personajes.
Del mismo modo que incluye siempre a personajes públicos de la sociedad norteamericana, pertenecientes a diferentes ámbitos del espectáculo, de la ciencia, del psicoanálisis, de la filosofía o de la literatura.
Bastaría recordar la maravillosa aparición por televisión de Primo Levi, “Somos el resultado de nuestra elecciones…. Donde operaba, por una parte el azar y por otra la certeza, de lo que el sujeto hace para y por sí, nadie puede hacerlo por él… ni Dios, ni ningún “otro”) de Crímenes y pecados (1989)
Tan presente hoy, incluso tangencialmente, y en referencia a la política, en la figura de Bush en cera, que permite (antes y después de cada llegada de los padres de la novia) realizar, una exacerbada crítica en tono de parodia, sobre a la religión y sus creencias.
Que “la cosa” funcione es la historia de Boris Yellnicoff, de hecho el alter ego de Allen, un experto en física cuántica, que estuvo cerca de obtener el Premio Nobel, y que tiene una idea muy negativa sobre el género humano en general, a la vez que posee un gran complejo de superioridad respecto de sus semejantes. Un tremendo pensante que habla sin parar de estas cuestiones y que sufre de pánico.
Azarosamente se cruza con una joven que aparece algo así como detrás de un árbol, obviamente bella. Ella le pide la aloje hasta que consiga un trabajo. Ergo, final previsible, primero 30 minutos aburridos, verdadero cliché de estas situaciones típicas de comedia, hasta que aparece la madre, y la acción comienza a repuntar.
Como casi todos los films de Allen este es otro pequeño documento de las relaciones entre grupos de parejas que habitan en Nueva York, lo que invariablemente remite a hablar de problemas que tipifican a ese momento de la realidad, donde sus planteos, no son otros que su propia visión de la vida, siempre con una intención de relacionar la ficción con la realidad, comienzo y cierre de un film, donde se impone un relato en primera persona, con un diálogo frente a frente con los espectadores. Cuyo referente sigue siendo el propio Woody, quien pertenece a la ciudad de Nueva York, tanto o más que la estatua de la libertad.
La vida, la muerte, el sexo, la religión, las uniones alternativas, son los temas alrededor de los cuales giran sus diálogos o largos monólogos.
Esta vez, su título más que una metáfora es una frase a la que alude el personaje al comienzo y al final de su historia. Y que remite a cómo debemos aprovechar los encuentros azarosos de nuestra vida, en todos los sentidos, y vivir intentado, que “la cosa”, la relación, que establecemos funcione, sin forzarla demasiado, porque en todo caso, el hecho de que deje de fluir, implica, que surgirá “otra” en reemplazo de esta. Ya que la adaptación a los cambios contribuye a agilizar ese disfrute, mientras se pueda. Y que en todo caso “la flexibilidad” viene a constituirse en un preciado bien, al cual cualquier persona sensible e inteligente debe aspirar, si desea aprovechar, lo que la vida le ofrece.
Que “la cosa” funcione, es una comedia optimista, con excelentes actuaciones (Larry David, Evan Rachel Wood, Patricia Clarkson) densa al comienzo, algo más que un entretenimiento para sus fieles adeptos.