Un cuarto de siglo ha transcurrido desde que Woody Allen estrenó Hannah y sus Hermanas, film con el que clavó una bisagra en su carrera y comenzó a desgranar un estilo netamente discursivo, de frontman verborrágico y/o de ventrílocuo en las sombras, según el caso. Desde aquel 1986 hasta hoy pasaron 28 largometrajes, en su mayor parte con personajes que desplegaron el ideario alleniano a través de diálogos, acciones y, como en el caso de este opus, monólogos ante cámara.
La película, protagonizada por Larry David (co-equiper de Jerry Seinfeld en la autoría de la gran serie americana de los 90s), es quizá el trabajo reciente más sólido que parió Allen desde lo discursivo, además de ser, quizá, y junto a Deconstructing Harry (1997), de lo mejorcito dentro de su filmografía de las últimas dos décadas. Porque aquí, como en gran parte de la cosmogonía de su autor, hay una historia de amor trunca y, más que ninguna otra cosa, una mirada oscura y fatalista sobre la condición humana.
Líneas de diálogo que disparan textualidades como "Democracia, gobierno manejado por el pueblo... todas grandes ideas que tienen un gran defecto: están basadas en la falacia de que la gente es decente", o también "esta no es una película para sentirse bien, si son de esos idiotas que necesitan sentirse bien, vayan por un masaje". Aguijones-punta de lanza de una película que tiene en David a uno de los alter egos más contundentes con los que haya contado Allen, tras haber probado a interlocutores como Kenneth Branagh (Celebrity, 1998); Alan Alda (Everyone Says I Love You, 1996) o la reciente (y fallida) Naomi Watts (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010).
Obsesiones, depresiones, un hombre mayor que estrena divorcio en un pequeño departamento de New York y una joven del sur profundo yanki recién llegada a la gran ciudad, que arrastra una educación conservadora y retardataria. Las patas de una historia simple en su planteo formal, más allá de la vuelta de tuerca que implica que el personaje principal hable a cámara para trazar las líneas generales del relato. Allen eligió reforzar los textos y salió victorioso, pisó el acelerador de su mirada de intelectual dark y la hizo comedia.
Porque no hay visos de tragedia aquí, como en las recientes Casandra´s Dream (2007) o Match Point (2005), el viejo Woody puso todas sus fichas a la risa y su guión, sólido y concreto, funciona en ese sentido como hacía mucho que no lo hacía, más allá de las volteretas de Melinda and Melinda (2004), que apenas esbozaron las buenas artes de su writer pero con más pretenciones que logros.
Whatever Works podría haber sido el cierre perfecto -de no ser porque planea seguir al ritmo de una película por año y porque la de 2010 fue una de sus peores películas- para una obra artística no exenta de baches pero brillante en su concepción, en su mirada del mundo, del cine y, con mayor o menor búsqueda, de la condición humana.