Una debilidad imperdonable
La antepenúltima película de Woody Allen se estrena aquí después que la anteúltima y apenas un día después de que la nueva se haya visto en Cannes. Y otra vez el cineasta reescribe su propia obra, aunque en esta ocasión no encuentra muchos giros novedosos.
Por esas razones a las que se puede llamar destino, azar o negocio, da lo mismo, la antepenúltima película de Woody Allen se estrena en Buenos Aires tres meses después que la anteúltima y apenas un día más tarde de que la más reciente tuviera su premiere mundial en la apertura de Cannes. Esta inversión hace que Que la cosa funcione, película de 2009, suceda a Conocerás al hombre de tus sueños (2010), que pasó por aquí a principios de febrero con el relativo éxito que siempre tienen las películas de Allen. Suficiente como para que sus trabajos sigan llegando, aun los menos afortunados, como es el caso esta vez. Un hecho curioso funciona como disparador. Si bien es cierto que Woody Allen lleva ya seis años filmando en distintas ciudades del Viejo Continente, Que la cosa funcione no pertenece a esa serie europea que va de Match Point a la recién llegada Midnight in Paris. Por un rato, el viejo Woody se permitió volver con sus cámaras a su Nueva York querida, para rodar esta comedia que lo sacó un rato del voluntario destierro.
Imposible evitar el lugar común de referir al grueso de su obra anterior: como Borges, Allen se empeña en rescribir las mismas historias una y otra vez, probando en cada ocasión giros novedosos. Esta vez apenas consigue alcanzar ese objetivo, a pesar de que los primeros quince minutos prometen bastante. El papel que suele corresponderle al propio director cuando se permite habitar ambos márgenes de la pantalla esta vez es interpretado por Larry David, exitoso guionista de Seinfeld y de notable parecido con Carlos Bianchi. Boris es un físico cuántico sesentón, genio absoluto, alguna vez mencionado como candidato al Nobel, que sin embargo no puede dejar de ver al mundo del peor modo. Es tremendista, sarcástico, hipocondríaco, fóbico y muchas otras cosas que los personajes de Woody arrastran ya desde su primera película como director en 1966 (y antes también).
Pero Boris tiene un extra más o menos inesperado: es tremendamente agresivo, verbal y hasta físicamente violento. Para él los otros –incluyendo a sus amigos– son idiotas, fracasados, ignorantes y hasta retrasados mentales que no terminan de entender que son parte de una farsa absurda y sádica, llamada Vida. Ya en la primera escena, Boris echa mano de otro recurso clásico de Allen: rompe la convención de la cuarta pared, para explicar al público, él mismo y sin vueltas, algunos detalles de su pensamiento. Y así se sabrá que acaba de divorciarse por exceso de compatibilidad con su ex; que da clases de ajedrez a algunos chicos de los que se burla y a los que incluso agrede, tirándoles el tablero por la cabeza, por ineficientes; que ha intentado suicidarse arrojándose por una ventana y que por eso carga con una renguera.
Eventualmente, Boris le dará asilo a una chica recién llegada a la ciudad, que se escapó de su casa en algún estado sureño y no tiene ni para comer. Ella, aun con su mente simple, es todo lo humana que Boris no puede. En el juego de opuestos, ella terminará deslumbrada por él y él acostumbrándose a ella, motivos suficientes para que acaben casados. La madre de la chica, mujer burguesa, religiosa y bruta que viene buscando a su hija perdida, no tardará en aparecer. Por supuesto, detestará a su yerno e intentará por todos los medios hacer que se separen.
Como ocurre en al menos otras 32 películas de Allen, en el fondo nadie está conforme con su lugar en el mundo. La diferencia es que aquí los estereotipos son tan abundantes y básicos y los cambios que operan sobre ellos tan obvios y remanidos, que si el propio Boris pagara una entrada para ver esta película, no dudaría en pedir la cabeza del director. Sin dudas, Boris es el gran acierto de Que la cosa funcione, un personaje de verdad notable no por lo que arrastra de la genética Allen (en exceso), sino por la poco frecuente violencia que acompaña esos mohines clásicos. Aun así, la película (con momentos de humor aceptables) no lo acompaña y hasta lo abandona, cediendo a la tentación del “Hollywood ending”, cliché del cual el propio director ha sabido burlarse. A diferencia de Conocerás al hombre de tus sueños, acá hay final feliz. Que, es cierto, no es convencional, pero que no deja de ser feliz. Y esto, en una película con un protagonista como Boris, no deja de ser una debilidad imperdonable.