Narciso (y esto Woody Allen, famoso por su inacabable psicoanálisis fílmico, debería saberlo) muere ahogado por intentar besar su propio reflejo en el agua, por estar enamorado de sí mismo. Y el cine de Woody Allen, al menos en los últimos años, se ahoga por auto reivindicarse una y otra y otra vez; hablando sobre sí mismo, sobre su constante personaje hipocondríaco, anti-social, frustrado, que ya conocemos de memoria, recluido en esa isla personal llamada Manhattan, que, por más que hace rato que se tomó unas vacaciones fílmicas en distintas partes de Europa como Inglaterra (Matchpoint, Cassandra´s Dream, Scoop) y España (Vicky, Cristina, Barcelona, Conocerás al hombre de Tus Sueños); sin embargo, vuelve una vez más a Nueva York y, quizás a modo de saludo formal, presenta esta nueva versión de la interminable saga acerca de su inmortal personaje neoyorkino, comparable, quizás, a la del legendario Charlot.
Y así, aunque se ahoga, paradójicamente, también respira.
Confieso que, quizás, con mi propia mención de Chaplin a cuestas, es posible que me resulte un tanto irritante ver las interminables secuelas de Allen por hacerlo en una perspectiva fríamente presente. Probablemente en unos años toda la filmografía de Allen sobre Manhattan, con sus infaltables constantes a cuestas, resulte en gran medida memorable e interesante. Con lo cual, a Woody Allen, por sólo ser Woody Allen, se le perdona hablar sobre Woody Allen una y otra vez. Es una suerte de Narciso que consiguió la forma de besarse a sí mismo sin ahogarse. Eso es justamente, una de las armas más potenciales del cine. Permite dirigir batallas y a su vez, participar en ellas. En fin.
La historia gira en torno a Boris, o, básicamente, Larry David (Curb Your Entusiasm, Seinfeld) haciendo de Woody Allen, un hombre que viene con todo el conocido paquete allenesco incluido: hipocondría, soberbia, terquedad, misantropía, etc. Boris, un premio Nobel de mecánica cuántica frustrado, se “exilió” en un departamentito neoyorkino, con el único oficio de dar unas pobres clases de ajedrez a niños en el parque, tras un intento fallido de suicidio; a raíz de una depresión causada por descubrir que el universo llegaría a su fin y, por ende, su vida también.
El giro, más allenesco imposible, viene dado cuando la (cada día más) hermosísima Evan Rachel Wood aparece literalmente en la puerta de su departamento pidiendo cobijo tras escaparse de su pueblerina casa en alguno de esos condados yankis. Y todo se complica aun más cuando, luego de que ambos entablen una relación amorosa, aparezcan el padre y la madre, ambos con sus propios mambos amorosos, sexuales y morales.
La película, se sostiene en base a los inmortales chistes rápidos de su autor (y encima en manos de un experto como David), enredos de personajes, cambios rotundos en ellos que buscan marcar la influencia cultural del contexto, la sexualidad con sus constantes y variantes, las reflexiones cómicas sobre la edad, la muerte, el amor y demás; entretiene, hace reír en muchas escenas, hace pasar un rato agradable. Que "La Cosa" Funcione es análoga a un recital de Rolling Stones, donde, a pesar de las décadas de tocar los mismos viejos temas de siempre; aún resulta agradable volver a verla, sumado al hecho de que cada vez que se da el recital o la película, la máquina aparece tan aceitada como siempre, experta en hacerle pasar un buen rato a la audiencia. Whatever works...