Más que secuela, remake alternativa
Esta segunda entrega repite el patrón narrativo de la primera en su totalidad, de principio a fin, con las situaciones originales replicadas mediante la incorporación de nuevos gags y el reemplazo de objetos, animales y detalles físicos.
Los muchachos resacosos retornan, dos años más tarde, con un nuevo casamiento como excusa ideal para la joda y el reviente extremos. Esta vez el telón de fondo no es la ciudad de Las Vegas sino Bangkok, aunque el cambio de latitud y longitud no hace mella en las ganas de divertirse (y de encontrar diversión en el sufrimiento y la humillación autoinfligidas). De hecho, ¿Qué pasó ayer? Parte II repite el patrón narrativo de la primera entrega en su totalidad, de principio a fin, imponiéndose no tanto como una secuela sino más bien como una remake alternativa, en la cual las situaciones originales se replican con la incorporación de nuevos gags y el reemplazo de objetos, animales y detalles físicos.
Uno de los puntos fuertes del largometraje original de Todd Phillips era el efecto sorpresa, la imprevisibilidad absoluta con la cual se desarrollaban los acontecimientos. El escamoteo sistemático del flashback, la imposibilidad de ver realmente qué había ocurrido durante esa noche salvaje, reflejaba formalmente la amnesia de los protagonistas (hasta la secuencia final de fotografías, que presentaba una suerte de Grandes Hits para el recuerdo o el escarnio), al tiempo que dotaba al film de una estructura ingeniosa e hilarante. Una fracción importante de ello se ha perdido en esta segunda misión, porque las expectativas se ven puestas no tanto en la novedad sino en las posibles variaciones de la idea seminal. El film se saca de encima este problema al bromear con el tema de la repetición en los primeros minutos de proyección, casi como un guiño de autoconciencia algo cínico.
Más allá de estas salvedades, esta suerte de remix de ¿Qué pasó ayer? ofrece altas dosis de humor irreverente, de mal gusto, negro y por qué no de otros colores. Lejos del chiste de salón ATP, los excesos de todo tipo vuelven a ser el centro de irradiación humorístico a lo largo de sus más de 90 minutos. El trío central de treintañeros apendejados se mantiene, aunque algunas características presentes en la entrega original se potencian hasta el paroxismo. En esta ocasión Stu, el dentista (Ed Helms), es el novio a desposarse y su proverbial pusilanimidad se exterioriza por momentos en gritos y muecas innecesarias. Alan (el increíble Zach Galifianakis) mantiene su hieratismo y es nuevamente –drogas de alto impacto mediante– el origen de todos los males. Finalmente, Phil (Bradley Cooper) sigue siendo el más cool del grupo, aunque en esta nueva aventura reciba varios golpes e incluso algún disparo de arma de fuego. Los tres funcionan, de alguna forma, como una versión aggiornada de Los tres chiflados; la comparación viene a cuento porque, entre juegos verbales y escatológicos, se cuela aquí y allá el viejo slapstick, el crudo juego de los golpes y los porrazos.
También regresa, en un rol extendido, Mr. Chow, y se agregan un mono traficante de drogas rolinga, un criminal de alcurnia interpretado por Paul Giamatti y toda una galería de secundarios que incluyen un travesti tailandés, mafiosos rusos y un monje anciano, además del hermano menor de la futura esposa, quien a poco de comenzada la resaca desaparece para no volver a ser visto... con excepción de su dedo amputado. En un cuarto de hotel de quinta categoría comienza la nueva búsqueda del integrante desaparecido, un intento por armar el puzzle a partir de pistas y datos aislados que sólo llevan a más confusión y nuevos dolores de cabeza, metafóricos y literales.
Suele decirse que el del humor es el más personal de los sentidos y es indudable que la acumulación de salvajadas y afrentas al “buen gusto” de ¿Qué pasó ayer? Parte II puede no conjurar la más universal de las comedias. Dicho lo cual, la película se convierte, para quien quiera verlo, en una celebración catártica, donde los valores de eso que se suele llamar normalidad se ven trastrocados, deformados, puestos patas para arriba. Si la historia termina nuevamente con un casamiento no es tanto para volver a un posible orden preestablecido sino (parecen decir el discurso final y esos trazos maoríes tatuados en el rostro en el fragor del tour fiestero) para hacer convivir de la mejor manera posible el ritmo cotidiano con una pizca de locura. Hay allí una diferencia sustancial con aquella Despedida de soltero de los años ’80 que, entre mulas drogadas y prostitutas de ocasión, mantenía impoluta la fidelidad de Tom Hanks. Al fin y al cabo, si Stu la pasó bomba con el travesti, como grafican las increíbles fotografías que vuelven a adornar los títulos de cierre, no hay pecado del cual arrepentirse.