¿Qué pasó ayer? Parte II puede haber perdido efectividad en lo sorpresivo del asunto, pero ganó en salvajismo y, sobre todo, en ligereza.
La mayoría de las críticas sobre ¿Qué pasó ayer? Parte II recaen y hacen hincapié en el hecho de su reiteración y su falta de sorpresa. Okey ¿qué esperaban? Siendo ¿Qué pasó ayer? un film cuyo mayor logro era su forma y su construcción de retazos que van formando una figura y donde la gracia mayor estaba dada precisamente en lo difuso de ese tránsito, lo que hace Todd Phillips muy inteligentemente es repetir la fórmula casi calcada a sabiendas de que era eso y no otra cosa lo que hacía a la singularidad de su comedia, tal vez la más exitosa de las últimas décadas. Por eso, no es de extrañar que muy autoconscientemente Phil (Bradley Cooper) inaugure esta secuela diciendo que “volvió a pasar”. Si a nadie le llama la atención que en Rápido y furioso 5 siga habiendo coches a mil por hora, ¿por qué debería molestar en este caso que ocurra lo mismo de la misma manera? Mucho menos cuando eso que ocurre, ocurre igual y el film es totalmente consciente de esa reiteración. Lo que importa aquí es que la comedia sigue siendo efectiva (incluso mucho más -aunque reconozco que no soy un ferviente admirador de la primera parte-) y que Phillips sigue firme en su misión de trasgredir los límites de tolerancia de la comedia mainstream. Y es que ¿Qué pasó ayer? Parte II puede haber perdido efectividad en lo sorpresivo del asunto, pero ganó en salvajismo y, sobre todo, en ligereza al centrar el conflicto en otro territorio alejado de la celebración machista de la primera parte.
Phil, Stu (Ed Helms), Doug (Justin Bartha) y el inefable Alan (Zach Galifianakis) repiten aquello de la despedida de solteros que se les va de las manos y la reconstrucción de los hechos ocurridos en la noche anterior. Salvo que en vez de Las Vegas, ahora es Bangkok el escenario donde se desarrolla la aventura. Stu se va a casar con una chica asiática y si bien duda de celebrar con sus amigos, lo hace, sumando esta vez al joven hermano de su prometida: elipsis, y nuevamente Phil, Stu y Alan amaneciendo en un lugar desconocido y con algunas secuelas físicas: tatuajes, cortes de pelo, etcétera. Y, lo peor, nada más que con un dedo cercenado del cuñadito como única pista de su existencia. Como decíamos, no hay sorpresas en este recorrido, pero eso es lo de menos: lo importante es la revelación de lo fantástico que se mantiene oculto hasta que lo descubrimos y de aquello que la moral conservadora reprime y que estalla con el disfraz de la comedia. Comedia perfecta en su timing a cargo de personajes que mantienen su gracia y por un director que sabe sumarle elementos a ese universo descontrolado ya dibujado anteriormente.
Es verdad que ese tufillo a “ya visto” de esta continuación repercute bastante en las lecturas que uno pueda hacer de ella: ya no es tan precisa su reflexión sobre la comedia guarra y su narración es mucho más episódica, como una road movie zafada que avanza sin demasiada cohesión, intentando encontrar el chiste. Si la primera parte indagaba y se sorprendía, esta fuerza y presiona para encontrar lo que termina encontrando. Sin embargo, donde aquella construía un conflicto entre esposas quejosas y maridos fiesteros, para terminar celebrando el machismo en su versión más cavernícola (evidente en la resolución del dentista Stu Price), esta contrapone -sin demasiada lucidez, es verdad- el discurso patriarcal conservador representado en el padre de la futura esposa de Stu, con el espíritu liberador de este. De esta ecuación, sobreviene una defensa del “demonio interior” mucho más disfrutable que la del macho que tiene derecho a la fiesta. Pero, a su vez, que este ‘conflicto’ sea apenas una excusa para la aventura hace que la película sea mucho más libre, relajada y divertida que su antecesora, que estaba mucho más preocupada en el significado de la travesía que en la propia travesía. Sí, ¿Qué pasó ayer? Parte II es apenas una sucesión de viñetas cómicas, pero su profusión de penes (de todos los tamaños imaginables), drogas y afrentas contra el sentido común y la buena conciencia permiten que la película se quite el peso de tener que decir algo y se preocupe mucho más en hacer de la comicidad el lugar más placentero para habitar.