Andrés Tambornino y Alejandro Gruz piensan su película como una especie de actualización de la picaresca del siglo XVI. O, por lo menos, es lo que parece. Lo cierto es que esa mirada jocosa sobre dos antihéroes -uno pícaro, el otro poco avispado-, que viven una serie de aventuras de proporciones extraordinarias, resulta aquí una colección de las peores decisiones: el guion es flojo y lleno de lugares comunes , las actuaciones -salvo Osvaldo Santoro y Mirta Busnelli, que funcionan en un mundo aparte- están contaminadas por una estética atolondrada que no deja formar ningún gag, la fantasía está desaprovechada y los resultados cómicos son pobres y anacrónicos. Todo ese mundo de torpezas y falsas hidalguías apenas da pie a una mueca.